lunes, 5 de enero de 2009

Una historia verdadera

JuanP

Recuerdo que entonces era verano. Yo andaba enredando en el vídeo VHS de última generación que mi padre acababa de comprar. Estábamos entusiasmados en casa, y antes de saber cómo usarlo ya nos habíamos hecho socios de un vídeo-club y teníamos alquiladas un par de películas. Ahora solo quedaba encontrar el canal del dichoso aparato en el maldito televisor, y todos en la casa tendríamos qué celebrar. Hacía un calor de mil demonios y el ventilador apenas se movía. Me levanté para arrearle un puntapié cuando llamaron a la puerta. Miré por la mirilla. Era Fernando, mi amigo de la casa de enfrente. En mi rellano, un tercer piso, había cuatro puertas, la mía era la “B” y la suya la “C”. Abrí con una sonrisa esperando que cualquier chorrada surgiera de esa enorme bocaza de labios rosados.

- El Dolu se ha matao- dijo.

La cara de Fernando era un poema. Siempre había sido un poco cabezón, con unos dientes grandes y largos que asomaban constantemente. Tenía los paletos separados y por ahí se le escapaba algo de aire al hablar, lo cual confería a su dicción un llamativo seseo que, sin embargo, no era gracioso, sino irritante. Por entonces teníamos dieciocho años, pero él siempre había aparentado más edad y era algo de lo que se enorgullecía. Parecía sentirse un palmo por encima de nosotros por esa circunstancia, y aprovechaba cualquier oportunidad para recalcar que él se afeitaba desde los doce años. Llamó a la puerta con sus nudillos peludos y regordetes y me soltó la noticia sin mediar otra palabra. Estaba pálido, y no sé si me asustó más ver su cara tan desencajada o escuchar su mensaje. Era raro verle así de serio, con los ojos como platos, cuando se pasaba el día haciendo chistes malos y gastando bromas de dudoso gusto. Sus preferidas eran las relacionadas, de cualquier forma, con los pedos, y por eso en nuestro selecto y reducido grupo de amigos, los que vivíamos en casas dentro del mismo portal, le llamábamos El Gas, cosa que él se tomaba como un cumplido.
El caso es que Dolu se había suicidado.

Dolu era un chaval como otro cualquiera. No recuerdo su nombre de pila porque le llamábamos por su apellido, Doluba, que nosotros habíamos acortado en señal de coleguéo. Nos conocíamos desde hacía años y nos parecía un tipo curioso y divertido con el que emborracharnos en nuestras visitas a la gran ciudad. Él vivía en pleno centro de Madrid, cosa por la que le envidiábamos. Hubo tardes de juerga antológicas que no he olvidado pese al pasar de los años, como aquella en que escupíamos a un enorme vaso de cerveza de un litro antes de beber y dejar caer algún otro regalito al brebaje inmundo que estábamos creando. Repugnante. No siempre éramos así, claro, pero aquella noche estábamos acompañados por chicas y creímos que la mejor forma de impresionarlas sería dándole a nuestro lado más macarra, asqueroso e idiota. Por supuesto, las chicas huyeron. Todas menos una, que hoy en día es la madre de los hijos de Lete (que en realidad se llamaba Gonzalo), otro de los del grupo, un tipo curioso, maniático, galán por naturaleza e ideológicamente a medio camino entre su espíritu rebelde (por aquello de drogarse más que nadie en cualquier sitio y a cualquier hora) y sus convicciones reaccionarias (le venían de familia), que estudiaba en un colegio caro y siempre vestía a la última convencido de que algún día sería director de alguna empresa importante. Hoy en día se gana la vida en un taller de colchones y creo que es feliz, pero eso es otra historia.

Como iba diciendo, Gas llamó a mi puerta y me soltó la noticia a bocajarro. Después vinieron los detalles. Dolu había estado la tarde anterior como si tal cosa, tomando cañas y fumando mientras reía y decía que allí mismo haría su testamento, asignando a cada uno de sus amigos de Madrid algo de su propiedad. Al principio la cosa tuvo gracia. Él siguió bebiendo y, ya borracho, le llevaron hasta su casa en coche. Antes de bajar, preguntó “¿alguien se viene a ver el gran salto?”. Nadie entendió nada. Le dijeron que estaba gilipollas y hasta mañana. Dolu entró en su casa en silencio. Sus padres estaban ya dormidos. Se desnudó, dobló su pantalón vaquero y su camiseta de Sonic Youth y los dejó en un montón ordenado sobre su cama. Salió de la casa en calzoncillos y enfiló las escaleras hasta llegar a la azotea. Un piso dieciséis. Escogió lado y se decantó por el patio interior. Abrió los brazos y se dejó caer. Plaf. Al día siguiente toda su familia le buscaba. Su abuelo miró desde una pequeña ventana del cuarto de baño y vio el cuerpo. Estaba reventado por dentro y tan destrozado por fuera que nadie pudo verle una vez que el juez de guardia levantó el cadáver. Justo ese día, su hermano regresaba a casa después de nueve meses de mili en no sé dónde. Su abuelo murió un par de semanas después. Se negó a volver a comer.

Recuerdo el entierro. Fue triste. Mucho silencio. Unas oraciones del cura de turno y el hermano de Dolu todavía con el uniforme puesto, sucio y desorientado. Su madre se desmayó y se la tuvieron que llevar. Un drama. Nosotros, sus amigos, hablábamos unos con otros tratando de disimular lo evidente, intentando despertar lo antes posible de aquel sueño doliente y estúpido, pero cuando la arena hubo rellenado por completo el foso donde su ataúd quedó, el silencio comenzó a pesar como una maldición y nos marchamos todos. De camino a la puerta de salida del cementerio no pude evitarlo y comencé a llorar. No lo había hecho hasta entonces. Ninguno de nosotros. Las caras pálidas trataron de sonreír en el momento de despedirnos de los demás con frases del tipo “te llamo esta semana” o “¿quedamos mañana?”, pero nunca más volvimos a ver a ninguno de aquellos colegas de la gran ciudad. De regreso a nuestro pueblo rompimos a pedradas los cristales del tren y echamos a correr, riendo y gritando como locos, hasta llegar a una cafetería donde paramos para beber algo antes de marchar a casa. El Gas, Lete, Cisco el Gordo y yo nos sentamos en una mesa apartada de la barra, junto a una enorme cristalera que daba al aparcamiento. Miramos afuera con los ojos medio cerrados. Hacía sol.

-El Dolu es un cabrón- dije.

No volvimos a hablar ese día.
Hizo un calor de cojones aquel verano.

1 comentario:

Edurne dijo...

Menuda historia! Acongoja y abruma...