jueves, 30 de septiembre de 2010

La lista

Susana Armengol

El listín de direcciones manchado de sangre comparte mesa con una botella de cava, una copa de cristal, tres velas que iluminan el rostro de Daniela y el revólver. Un brindis por cada venganza consumada. Ha sido una semana dura, sin apenas dormir ni comer. La lista era larga. Muchas visitas, muchas balas. Su padre fue el primero, por cercanía nada más, con lo fácil que hubiera sido darle una infancia feliz. Salud. Alejandra la manipuló durante tantos años. Salud. Cuanto egoísmo. Y, al final, la encontró en la cama con su novio de la universidad. Salud. Es como si a la gente le resultara más fácil hacer el mal que el bien. ¿Cúal era el mote que pusieron a su jefa en la fábrica de envasado? Esa puta. Salud. Repasando la lista se ha bebido casi toda la botella, tanto daño la han hecho, tantos lo han pagado. Y el pobre Isidro, no era un mal tipo pero en cuanto le contó hace dos semanas lo del embarazo, desapareció. Salud. Una última bala para el Creador, culpable de abandono existencial. Anticipa el brindis y deposita la copa sobre la mesa. Se introduce el cañón en la boca, cierra los ojos, coge aire y aprieta el gatillo.

martes, 21 de septiembre de 2010

Un ejemplar de "El extranjero"

Alberto Garrido

No sé cómo llegué allí. Casi un milagro. Salimos a flote. En 2 metros de eslora, 50 personas. Pagando billete de business. Aunque en otros puertos no creo que aceptaran vacas, gallinas y cerdos y una finca destartalada y yerma como formas de pago.
Todo lo que llevaba mi equipaje cogía en un bolsillo. Interno. Escondido. Cosido a propósito para el viaje.
Después de cuatro días de travesía desértica arribamos al puerto. Una lancha motora remendada y sin tripulación espera fondeando atada a un cabo. Grupitos salpicaban la arena. Se escuchaban gritos y sollozos retirados. Ocultábamos la emoción perdiendo los ojos en la calima intentando vislumbrar la fortuna. En realidad, las Islas Afortunadas. “¿Para quién, coño?”. El futuro capitán de la barca discutía con una vieja llorosa que traía un paquete en las manos. No nos permitían fardos. No os harán falta al otro lado, decían. Incluso nos molestarán si tuviésemos que correr delante de los guardias costeros. “Ligeros de equipaje”, como dijera Machado. Quería ir a la universidad. Estudiar letras. Desde mi leve analfabetismo había escrutado algunos libros de poesía sacados de la derruida biblioteca de la aldea, desnutrida apenas por los despojos de caridad del primer mundo que enviaba libros a modo de limosna. Así me aficioné. También la desidia, lo poco que hacer. El aburrimiento. Matar el hambre con ellas, leyendo. Engañarla girando la hoja y entrar en otra página. Otro mundo. Lo que siempre me proponía. Quería encontrar repuestas. Sólo choqué con cerradas preguntas con signos de doble interrogación. Un buen día descubrí tanteando y por simple casualidad un título, “El extranjero”. Del Premio Nóbel argelino-francés del 57 creo recordar Albert Camus. “No, no, que no. No se acepta sacar paquetes de aquí”. Aquel grito me punzó. “Fuera, fuera. Vamos, arriba”. El conductor de la barcucha dejó en paz a la vieja con su paquete en la mano. Los grupos se unieron en fila de a uno, cada uno en la mano la documentación necesaria, pagada a sangre. Me acerqué a la vieja. Era mi abuela. El miedo me hizo hacerme el despistado y no querer reconocerla. “Abuela, deme eso y no se entristezca”. No supe que decirle más. Escondí el hatillo pequeño sujetándolo con el cinturón bajo mi amplia camiseta prestada. Terminé la fila. Era el último. “Juntaros. Vamos, vamos. Allez; allez. Come on!. Come on!”. El capitán era políglota, el hijodeputa. Temía por si me quedaba sin sitio. La zodiac zozobraba. Las prisas hacían aguas. El pasaje se impacientaba. Algo me rozó el pie y un escalofrío me dejo fuera de la lancha con un grito. “¡Ah; ahhhaaa!” grité. Era el agua del mar. Estaba más fría que la del pantanoso lago donde chapoteaba de niño. Un brazo me agarró, tiró y subió al barco completo. El último. Siempre el último.
La travesía fue rápida. Todo lo que permitió la embarcación. Llevaba medio cuerpo fuera, colgando por la borda. Iba lívido. El mar me pareció una bestia que echaba espumarajos, que no se dejaba cabalgar, daba con su lomo en la frágil lona de la lancha y eran coces de soberbia y de reto, baches de mula con exceso de carga encima. Me agarraba a las mangas de mis compañeros de migración, igual de asustados que yo. Frenamos en seco con el ancla del motor. Olía a quemado, a hoguera aldeana. Nos miramos todos. Todos miramos al capitán. Él nos observó con asco y maldijo en su lengua. A la deriva. Con una lengua intraducible.
Arrancó de golpe. El vaivén cesó. La lancha se embaló hacia un risco punzante que sobresalía. La costa se adivinó bajo la calima. Un topetazo nos desembarcó desordenadamente. Algunos caímos al agua. El impacto frío me despabiló de súbito. Tierra. Tierra con agua. “Afortunado. Vivo. A salvo”, pensé mientras tosía sal.
“Allez!. Allez!. Out. Out. Fuera, joder. Coño. Run. Run. Come on!. Come on!”. El capitán era políglota además de un hijodeputa que lanzaba por la borda a los negros más paralizados.
Corrí como nunca. Nunca había corrido así. El calor sofocante de mi aldea no lo permitía nunca. Me animaron las sirenas de la guardia costera aullando como perros locos. Chapoteaba como de crío, pero mucho más rápido. Salí desperdigado. No seguí a nadie. El caso es que no veía. A nadie ni a nada.
Un bulto rocoso y con matorrales me escondió silencioso. “Alto. Quieto ahí. Paraos”... “PUM”. Gritos y alaridos. Un arma se disparó. “¿A dónde?. ¿Hacia quién?”. Yo sólo adivinaba mi casa oculta por el polvo suspendido...
El silencio se hizo brisa. Acurrucado noté en mi estomago un pinzamiento. Saqué el pequeño hatillo envuelto con papel. Mojado éste dejó al descubierto un ejemplar sufrido de “El extranjero”. Me acordé de mi madre. De la madre de mi madre. El miedo empezó a hablar entre mis dientes. “¡Mama!. ¡Mama!. Ahhh...!”. “Ya se irán. Yo no me muevo de aquí”. Respondió a los pensamientos el silencio. El miedo lo reafirmó todo.
“¡Quieto ahí, no se mueva!. Levante las manos. Las manos en alto”. Entendí el idioma universal de una pistola apuntándome y alcé las manos, los brazos, el cuerpo, la voz. “No. No, please. Si vous- plaiz. No. No, no, por favor...!”. “El extranjero” en mis manos. No lo solté.
Pensé vagamente que, mientras me conducían con guantes de látex blanco hacia una carpa blanca con una cruz roja, me esperaría la repatriación, la vergüenza, la vuelta a la aldea. Allí, como en el extranjero de Camus, tendría yo que esperar mi condena, resignado, la muerte tantas veces anunciada, crónica, como “Crónica de una muerte anunciada” de Márquez. Otro ejemplar deshilachado que leo bajo un árbol ya de regreso a la aldea. “Adiós. No era tu reino el mío, porque yo no conozco patria. Quise vivir entre los tuyos; pero los tuyos me ignoraban”. Escribí éstos versos en una cuartilla raída. Sentado en la aldea veía pasar la muerte, la resignación; la ignorancia marcada en las costillas. La crónica de una muerte anunciada: a “el extranjero” condenado. Esperando.

martes, 14 de septiembre de 2010

El enemigo

Judas Murillo
Abrió los ojos en la penumbra de la habitación. Eran las 5:13, llevaba varias noches despertándose a la misma hora, ya no podía soportarlo más. Iba a ser otro día complicado, uno de esos, en los que parece casi imposible resistir hasta la tarde sin mandarlo todo a la mierda. Quedaba bastante más de una hora para que el reloj sonase, con ese ruido metálico que marcaría el final del descanso. Cuando su mujer y su hija despertarían.
Permanecer allí tumbado era absurdo, una pérdida de tiempo. El enemigo había aprovechado la oscuridad para reorganizarse, para ganarle terreno, había tomado el control y amenazaba con destruir la fortaleza. Antes la consideraba inexpugnable, pero sabía que ahora presentaba fisuras. Demostrando que la seguridad en la que creía vivir era falsa y extremadamente débil. Podía oír cómo se resquebrajaba la estructura sobre la que descansaba toda su vida. Estaban en peligro.
En su cabeza, a punto de estallar, la voz del adversario repetía una y otra vez su monótono y persistente mensaje. La losa que le oprimía el pecho pesaba cada vez más, le costaba respirar y reprimir el llanto. ¡Qué listo era el enemigo! Si lograba hacer que llorase, no solo vencería esta batalla, también ganaba la guerra. Su mujer despertaría alarmada por los gemidos, y él, indefenso, y sin fuerzas, sería dominado por su contrario y obligado a hacer lo que no deseaba. Los cimientos se derrumbarían, y con ellos, todo por lo que había trabajado y luchado estos años. Todo reducido a escombros.
Por eso, lo principal era salir de allí cuanto antes. Los destellos verdes de la luz del despertador le permitían apreciar las facciones de su mujer, la suavidad de su cuello perdiéndose bajo la sábana, durmiendo tranquila a su lado, ajena a todo. Distinguía con claridad los objetos de la habitación, la lámpara, que no debía encender, la puerta cerrada y su ropa sobre la silla. Se levantó, sigiloso, agarró su traje y salió de la habitación. Ya en el baño, desnudo, sentado sobre la taza, y tapándose la boca con las manos, se echó a llorar.
Su táctica iba a ser simple, la única que conocía. Dejar que el tiempo pasara, aguantar, lo mejor que pudiese el ataque del ejército rival. Saldría de la casa, y se iría a trabajar antes de que se despertaran. Cuanto menos contacto tuvieran más fácil sería superar la jornada sin causar daños irreparables. Siempre era más fácil dominar al enemigo fuera de allí, lejos de víctimas inocentes.
Se vistió y fue a la cocina a escribir una nota, que explicara su ausencia, su espantada. Al pasar frente a la habitación de su hija se detuvo, acercó la mano hasta el pomo. El ruido de su corazón latiendo descontrolado desgarraba el silencio de la noche. Las lágrimas volvieron de nuevo a sus ojos. Bajó la cabeza, apartó la mano y se marchó.
En el trabajo, continuaba sintiendo como la maquinaria de guerra enemiga se preparaba para la maniobra final. Aunque allí el rumor perdía fuerza, incluso, de vez en cuando, llegaba a desaparecer. Pero el tiempo iba pasando y no conseguía que el adversario replegara sus tropas. A medida que se acercaba la hora de volver a casa, se le iba formando un nudo en el estómago, la espalda le molestaba cada vez más. Un dolor que empezaba en los riñones y continuaba por la columna, se extendía por los hombros y subía hasta el cuello. Uniéndose con el dolor de cabeza. Se sentía febril, los ojos húmedos le escocían, y se le empañaba la visión. Supo, sin encontrar la forma de evitarlo, que la batalla final se libraría en casa, donde los daños eran siempre mayores.
Metió la llave en la cerradura y vio que estaba echada. Buena señal, no había nadie dentro, tenía la última oportunidad de vencer sin causar víctimas. Se cambió de ropa y entró en la cocina. Ahí se sentía a salvo. Era otra forma de apaciguar a las hordas que le amenazaban. Entre sartenes, cucharas de palo y fogones.
Colocó la tabla de cortar sobre la encimera, y sacó el cuchillo grande. Primero la cebolla, había que cortarla muy fina, como les gusta a ellas. Además así podría llorar y moquear a gusto, sin disimular. Después un poco de pimiento, primero el rojo, que se vaya haciendo a fuego lento con la cebolla, luego el verde. Iba sintiendo cómo el peligro se desvanecía.
Ilusiones. Era la calma antes del ataque definitivo. Se oyó el ruido de un portazo. Después la voz de su mujer y de su hija en la entrada. Un escalofrío recorrió su espalda, sus tripas se quejaron y a su cabeza volvió el monótono y repetitivo mensaje.
La puerta de la cocina se abrió y él miró, en ese instante el filo del cuchillo desgarró la piel y la atravesó la carne. El grito de su mujer y el llanto de su hija se mezclaron en su cabeza con la voz, ya más débil del enemigo, que perdía fuerzas diluyéndose con la sangre. Él no decía nada, no podía moverse.
Su mujer le cogió del brazo. Le puso el dedo cortado bajo el chorro de agua, que teñida de rojo se perdía por el desagüe, y con ella las tropas contrarias se retiraban. Vencidas.
Él tenía lo que deseaba. Su seguridad, su estabilidad, por frágil y malherida que estuviera, era mejor que la quimera que anhelaba el enemigo.
Había ganado una dura batalla, como siempre con algunos daños. La sangre no llegará al río, no esta vez. Había mantenido a salvo lo que importaba. Pero… ¿Cuánto tiempo podría soportarlo?