Crónicos Ilustres

12.03.2013
Dámaso Alonso (Madrid, 1898)
"Insomnio" (Antología del 27, S.A.P.E., 1986)

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
    (según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelco e incorporo en
    este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar
    los perros o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largar horas gimiendo como el huracán, ladrando
    como un perro enfurecido, fluyendo como la leche
    de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole
    por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta 
    ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente 
    en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
    ¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día,
    las tristes azucenas letales de tus noches?

09.02.2013
Leopoldo María Panero (Madrid, 1948)
"El circo" y "Storia" en Agujero llamado Nevermore (Selección poética, 1968-1992). Ediciones CÁTEDRA, 1992

EL CIRCO
 Dos atletas saltan de un lado a otro de mi alma
lanzando gritos y bromeando acerca de la vida:
y no sé sus nombres. Y en mi alma vacía escucho siempre
cómo se balancean los trapecios. Dos
atletas saltan de un lado a otro de mi alma
contentos de que esté tan vacía.
                                                 Y oigo
oigo en el espacio sin sonidos
una y otra vez el chirriar de los trapecios
una y otra vez.
Una mujer sin rostro canta de pie sobre mi alma,
una mujer sin rostro sobre mi alma en el suelo,
mi alma, mi alma: y repito esa palabra
no sé si como un niño llamando a su madre a la luz,
en confusos sonidos y con llantos, o bien simplemente
para hacer ver que no tiene sentido.
Mi alma. Mi alma
es como tierra dura que pisotean sin verla
caballos y carrozas y pies, y seres
que no existen y de cuyos ojos
mana mi sangre hoy, ayer, mañana. Seres
sin cabeza cantarán sobre mi tumba
una canción incomprensible.
Y se repartirán los huesos de mi alma.
Mi alma. Mi
                   hermano muerto fuma un cigarrillo junto a mi.

STORIA

"I am-yet what I am none care or Knows
my friends forsake me like a memory lost I
am the self consumer of my woes"

                John Clare

A una vieja que vi, sentada, gustando el frío, sobre una piedra de la Rue du Luvre, et item.
               a Andrea Baader, in memoriam

Tú has llegado hoy al final del mundo
que es ahora algo así como una aldea fantasma
o un teatro macabro e inhaprensible
desnudo por completo de tu imagen
                                          y sin embargo
representando aún fanáticamente la obra
cuyo guión se perdió hace tiempo en el oscuro
laberinto sin hilos de tu vida
                                          miras
lo mismo que un ciego esa órbita sin creador ni firma
donde andan perdidas en un basto naufragio
las palabras crueles del colegio
los sórdidos cuentos de hadas de la infancia:
Dios, lo "humano" o "fraterno"
el Diablo a evitar, con su pompa y sus glorias,
la lujuria, el pecado a vencer sin jamás flaquear
hasta llegar ahora a estas piernas desnudas
cortezas arrugadas debajo del descuido de la falta,
diciendo donde estaba la verdad de la falta.
Ves que aquellas palabras, verdad, hacen peor tu vida
ahora, porque vuelven
más irreal tu infierno, y mucho más
atroz este
               llegar sin palabras ni eco de otras bocas
hambrientas de tu alma al puerto de unos ojos
errando en el desierto de la Rue du Luvre
sin una mano al menos, sin una mano fuera
de este llanto, este sí, verdadero y nocturno
sin una mano al menos que te guíe hoy
bebiendo, copulando entre espasmos y alaridos bestiales y matando
matando, sí, matando más allá
de la ceniza de las lágrimas
por honrar póstumamente con una extraña orgía la leyenda
y entrar así juntos y unidos por un beso
de terror y de muerte en aquel paraíso
donde te juro que alguien, sin más nombre que el hecho
se arriesgará a mirarnos aún perdiendo los ojos.



06.01.2013
O`Henry (EE.UU., 1862 - 1910)
"El regalo de los reyes magos" en la web Ciudad Seva
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/henry/regalo.htm

[Cuento completo]

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young".

La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases". Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.

-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.

-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.

-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.

-Démelos inmediatamente -dijo Delia.

Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.

Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
"Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?."

A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: "Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita".

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime "Feliz Navidad" y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!

-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.

-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.

-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.

-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.
Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

-¡Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.


05.03.2012
Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948)
"La hora de los cansados" en Suicidios Ejemplares
Editorial Anagrama (Compactos). Pág.  103-109.

(Publicado en "Cuentos barceloneses", Barcelona, 1989)
A Mercedes Monmany

Apenas son las seis y ya oscurece cuando me detengo a contemplar la súbita irrupción en las Ramblas de los pasajeros de metro que se han apeado en la estación de Liceo. Se trata de un espectáculo que nunca me defrauda. Hoy, por ejemplo, día de Jueves Santo, surge de entre la multitud un tenebroso viejo que, pese a tener un aspecto cadavérico y transportar un pesado maletín, anda con sorprendente agilidad. Adelanta con pasmosa rapidez a una hilera entera de adormecidos usuarios del metro, se planta muy decidido ante un cartel del Liceo, y allí, muy serio y estudioso, pasa revista al reparto de una ópera de Verdi, adoptando casi de inmediato un gesto de inmensa contrariedad, como si el elenco de estrellas le hubiera decep­cionado amplia y profundamente. Este hombre, me digo, este cadáver ambulante tiene algo que me inquieta, que me intriga.

Decido seguirlo. Y muy pronto veo que no va a ser nada fácil hacerlo. Será porque mi jornada de trabajo ha sido larga y dura y a estas horas me siento ya muy cansado, pero lo cierto es que, aunque tengo cuarenta años y él me dobla la edad, anda el viejo tan rápido que, cuando enfila la calle Boquería, por poco le pierdo de vista. Acelero el paso y, por unos instantes, noto cierto desfallecimiento y me digo que voy a desplomarme sobre el asfalto. Luego comprendo que no hay ni mucho menos para tanto, después de todo aún soy joven, lo que sucede es que siempre me imagino al borde del desfalleci­miento porque, en mayor o menor medida, siempre ando cansado, cansado de esta lamentable ciudad, cansado del mun­do y de la estupidez humana, cansado de tanta injusticia. A veces intento superar ese estado y me reto a mí mismo, me impongo desafíos como este de persistir, sin objetivo alguno, en la persecución de un viejo nada cansado.

De repente mi perseguido, como si quisiera darme un respiro, se detiene frente al escaparate de una tienda de objetos religiosos. Yo avanzo con calma, pegado a la pared, pegado a los escaparates, ahora sin prisas. Le alcanzo, me sitúo a su lado, veo que está espiando el interior de la tienda, donde un negro está comprando una estatuilla del Niño Jesús de Praga. Voy a decirle algo al viejo cuando el negro sale disparado hacia la calle, muy feliz con su compra, y el viejo gira en redondo y le sigue.

Al negro se le ve muy feliz, pero a los veinte pasos se convierte en un hombre repentinamente cansado. Va frenando su marcha hasta acabar andando muy despacio, casi arrastran­do los pies, como si la compra le hubiera dejado extenuado, o como si le hubiera llegado de pronto esa sensación de estar en una hora en la que uno se siente ya irremediablemente cansa­do. Detrás suyo, el viejo también reduce su marcha. Y sólo ahora me doy cuenta de que mi perseguido debe llevar rato persiguiendo al negro, quien no parece que sospeche nada y a buen seguro se llevaría una sorpresa si descubriera la espontá­nea procesión que se ha organizado detrás de él.

Los tres, muy fatigados, como si nos hubiéramos contagia­do mutuamente de cierto cansancio, enfilamos la calle de Banys Nous a un ritmo muy parsimonioso. El negro es un individuo corpulento y muy elegante, de unos cincuenta años, con aspecto de boxeador tierno y cansado. Es ya del todo evidente que no sospecha nada, porque de pronto se detiene, muy confiado, a contemplar su flamante adquisición. La eleva por encima de los hombros, como si quisiera consagrada en un altar imaginario. Detrás de él, y para no adelantarle, el viejo se ha detenido en seco, y yo imito esa inmovilidad. Componemos una curiosa procesión de Jueves Santo. Se suceden luego unos raros e interminables minutos hasta que por fin el negro reemprende su lenta marcha y, tras otros minutos que parecen eternos, acaba entrando en un bar, donde pide una cerveza y luego otra y después otra. De vez en cuando se ríe a solas y muestra horribles dientes de caníbal. Al otro lado de la barra, el viejo no pierde detalle de la ceremonia etílica, mientras yo, justo al Iado del viejo, no pierdo detalle de su obsceno espiona­je. Nos demoramos tanto los tres en los gestos que el camarero pierde la paciencia y se revela como un perfecto alérgico a cualquier tipo de manifestación de profundo cansancio y, sabiendo que nos hallamos en pleno crepúsculo, es decir, en esa hora en que hasta las sombras se fatigan, se pone a trabajar como un loco mientras nos envía terribles miradas de odio. Si pudiera, este camarero nos fusilaría sin la menor contempla­ción. y yo me pongo en pie de guerra y me digo que ya va siendo hora de que todos los cansados de este mundo unamos nuestras fuerzas para acabar, de una vez por todas, con tanta injusticia y estupidez.

Mientras me digo todo esto, el viejo se dedica a buscar algo en su maletín. Por el tictaqueo que detecto, imagino que debe tratarse de un reloj despertador. Pero tal vez, por qué no, podría tratarse de una bomba. Si lo es, yo no la veo. Lo que extrae de su maletín es otra cosa. Ni reloj ni bomba. Se trata de una carpeta roja, con una gran etiqueta en la que puede leerse: “Informe 1. 7 63. Averiguaciones sobre las vidas de los otros. Historias que no son mías.” En el interior de la carpeta hay multitud de folios, repletos de anotaciones hechas a lápiz o bolígrafo. El viejo anota apresuradamente algo en los papeles, y poco después cierra la carpeta, la introduce en el maletín, mira al techo, y silba una habanera. Bonita manera de disimu­lar, me digo por decirme algo, pues en realidad no acierto a descifrar en qué consiste exactamente la actividad del viejo. Doy vueltas al asunto, y acabo preguntándome si tal vez no será un indagador, un perseguidor de vidas ajenas, una especie de ocioso detective, un cuentista.

Entretanto, el negro paga sus consumiciones y, con su más que premioso paso, se dirige hacia la salida. Cuando finalmen­te alcanza la calle, el viejo paga su café, pago yo el mío, y me digo que vamos a volver a las andadas, a la lenta y pausada procesión. Pero no. Llegamos a la Baixada de Santa Eulalia, y el negro da señales de haber recuperado fuerzas. Las cervezas han obrado el milagro, y la procesión se anima. Se diría que el negro lleva alas, porque va por la Baixada como si quisiera batir el récord del mundo. Al viejo se le ve encantado de poder practicar de nuevo su deporte favorito. Y yo, qué remedio, me lanzo también a tumba abierta por la Baixada. Aunque sé que a semejante velocidad no puede uno permitirse el lujo de pensar en otras cosas, me da por reflexionar en torno a la hora en la que estamos, en torno al siempre misterioso crepúsculo, esa hora vasta, solemne, grande como el espacio: una hora inmóvil que no está señalada en el cuadrante, y sin embargo es lige­ra como un suspiro, rápida como una mirada, la hora de los cansados.

Me estrello contra un muro, a cien metros de la catedral. El golpe que me doy es de campeonato, y lo que más me molesta en todo esto es que el negro y el viejo, ajenos al accidente, prosiguen su desenfrenada carrera. Rechazo tanto los primeros auxilios de ímprobos ciudadanos como la perversa extremaunción de un cura con sotana y, poniéndome en pie con mucha rabia, reanudo como puedo la persecución, dejando tras mis pasos un patético reguero, pequeñas gotas de sangre, el precio de mi locura, de mi insensata incursión en vidas ajenas, en historias que no son mías.

Cerca de una de las puertas laterales de la catedral, localizo a perseguido y perseguidor. Me calmo al recuperar la tercera plaza en la singular procesión, pero no es una calma total, ya que del golpe contra el muro me queda un dolor que va ganando en intensidad, y no puede decirse que vea las estre­llas, pero sí en cambio un globo de luz, una araña de mil fuegos. Medio cegado por esa luz, veo que el viejo se detiene frente a una de las puertas laterales, saca del maletín un espectacular llavero y entra en lo que debe ser la sacristía de la catedral. Todo sucede muy rápido. Y, tras un sonoro portazo, el viejo desaparece de mi vista sin ni tan siquiera dedicarme una mirada de disculpa por haberme arruinado la diversión. Sin ni tan siquiera un adiós, una mirada de desprecio o de compasión. Nada. Desaparece como el rayo, y me deja a mí persiguiendo al negro. Me digo que tal vez he andado equivo­cado, que el viejo en realidad no perseguía a nadie, tal vez sólo andaba transportando una bomba que hará que vuele por los aires la catedral.

Pero ¿qué hago persiguiendo al negro? Le veo entrar en la catedral y arrodillarse ante el Cristo de Lepanto. Me digo que ya está bien por hoy. Me encuentro sumamente cansado. Pienso en mi mujer, mi difunta mujer, y evoco los días aquellos en que nos citábamos frente a este Cristo. También los cansa­dos tenemos corazón, también los cansados nos enamoramos alguna vez. Yo la quise mucho. Me viene al recuerdo una noche de verano, bailando los dos en una terraza colgante, apretándola yo a ella contra mi cuerpo cansado, pensando que jamás podría desprenderme del olor de su piel y sus cabellos. y recuerdo que los músicos tocaban Stormy Weather. Qué días aquéllos. Y luego, las citas frente a este Cristo, y las promesas de no separarse nunca. También los cansados somos unos sen­timentales.

En un acto casi reflejo, reliquia del pasado, me santiguo, pienso en la batalla de Lepanto, me estremezco, oigo el estruen­do de los cañones, pienso en la bomba que transportaba el viejo y en que será mejor que abandone pronto el templo, me apoyo en una columna, decido dar media vuelta y olvidarme del negro, giro en redondo y, con mis cansinos pasos, salgo a la plaza de la catedral, voy en busca del rastro de mi propia sangre, comienzo a desandar el camino, marcho hacia las Ramblas que nunca debí dejar. Ando fumando. Tras cada bocanada, atravieso mi humo y estoy donde no estaba, donde antes soplaba. Y de pronto noto a mis espaldas una respiración ronca, y poco después recibo un golpe seco en la nuca. Me giro asustado, y veo al negro que me dedica su mejor sonrisa de caníbal y me pregunta por qué ando siguiéndole. No salgo de mi asombro. Le digo que más bien es él quien lo hace. Deja de reír y me mira desafiante, parece muy enojado, me da unos segundos para que le dé una respuesta satisfactoria. Veo muy claro que, si no invento rápidamente algo, puedo morir devorado.

Providencialmente, me acuerdo de la carpeta del viejo. Le digo que soy un perseguidor de vidas ajenas, una especie de ocioso detective, un cuentista. Le digo que vivo fuera de mí. Le explico que me gusta mucho el aire libre así como tener los ojos bien abiertos. Le cuento que sigo a la gente para indagar cosas acerca de ella, cosas que luego introduzco en mis cuen­tos. Coloca sobre mi hombro una mano inmensa y amenazante y me pregunta cómo se llama el cuento en el que estoy trabajando. Le digo lo primero que se me ocurre: Yo vendo unos ojos negros. Me mira con absoluto recelo, y luego me dice que él no quiere ser el personaje de ningún cuento. Me muestra su puño y me asegura que es más grande que el de Cassius Clay. No, no, y no, creo que dice. No quiero salir en ese cuento. Le digo que estoy muy fatigado, que he decidido no incluirle en el cuento y que, por favor, deje seguir su camino a un pobre hombre cansado. Sorprendentemente, su rostro pierde toda ferocidad. La palabra cansado parece haber obrado el milagro. Vuelve a ser el boxeador tierno y fatigado que vi en la calle de Banys Nous. Me dice que se llama Romeo y que si puede acompañarme hacia las Ramblas. Respiro de alivio, y le digo que por supuesto y que le contaré por el camino la historia de un viejo sacristán cansado y anarquista al que hoy he seguido. Andamos apoyándonos el uno en el otro, terriblemente extenuados. Es ya totalmente de noche, y sue­nan a lo lejos las campanadas de las siete. Me está diciendo que quiere regalarme el Niño Jesús de Praga cuando, al enfilar la Baixada de Santa Eulalia, oímos una fuerte explosión. El gas, dice Romeo. La más que probable bomba de un viejo kamika­ze, le aclaro yo. Se pone aún más tierno y sentimental el negro cuando le digo que está volando por los aires la catedral.


01.02.2012
Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, Cuba, 1950)
Locos y mendigos” en Sabor a mí (Trilogía sucia de la Habana)
 Editorial Anagrama 2008. Pág.521 – 254.

Decidieron recoger todos los locos y los mendigos del centro de la ciudad. Se acercaba algo importante. Un aniversario histórico, los turistas de otoño. No sé. Algo importante. Nunca sé que es importante. Alguna vez sí clasifiqué así todo a mi alrededor. Unas cosas eran importantes y otras no. Unas eran buenas y otras malas. Ya no. Ya todo me da igual.
Bueno, pues, así. A recoger a los locos y los limosneros. Y me escogieron  junto con unos pocos más. Después de destupir las cañerías del gas estuve un tiempo sin hacer nada. Bueno, no tanto como eso porque la cabrona de Cara de Crimen jamás me mantuvo, la muy hijoputa. Cuando me vio bruja me botó pa´la calle y a otra cosa.
Entonces me metí a recoger basura. Empezaba a las doce de la noche hasta las ocho de la mañana. Me pagaban por peligrosidad, nocturnidad, condiciones anormales de trabajo. Eso quiere decir que uno puede tener un accidente y partirse en la pincha. Bueno, en total eran casi trescientos pesos. Igual que un ingeniero. Además de un desayuno fuerte al terminar. Pero tuve que matarme a pajas porque ninguna mujer quería estar conmigo. Me tenían asco. Decían que apestaba a pudrición y a mierda. Yo no lo creo. Me bañaba todos los días. Tal vez era peste sicológica. Cada vez que se enteraban de mi pinchita, empezaban con la jodienda de que olía a mierda y a basura podrida. Y que tenía las uñas y las orejas embarradas de mierda. Me botaban. Y vuelve Pedro Juan a las pajas. No es que yo sea más caliente que nadie. Soy normal. Pero con tres o cuatro días sin templar ya tengo suficiente para descontrolarme y matarme a paja limpia.
Bueno, los jefes eligieron a cuatro de  nosotros. Nos dieron uniformes grises, tenis de loneta y una gorra gris con un sello de sanidad pública. Los basureros andamos en la cochambre: pantalones recortados, sin camisa, y unos harapos de zapatos. Entre el sudor, el churre y la pudrición no se puede andar vestido.
La cosa era fácil. Teníamos que ir despacio por las calles, engañar a los locos y a los mendigos con algún cuento y subirles al camión pacíficamente y sin que formaran un escándalo. Era un camión grande, blanco, cerrado herméticamente y sin ventanillas, con unos letreros de una distribuidora comercial de electrónica. Nos advirtieron que sería sólo por dos o tres semanas y no podíamos decirlo a nadie. “No es que sea un secreto, pero hay que hacerlo discretamente. Al final van a recibir una jabita con jabones, aceite, detergente y otros efectos. Van a salir bien”, nos dijo uno de los jefes.
Al menos era una pinchita más limpia y salíamos ganando algo. Aquella tenía su intriga porque nunca nos dejaron subir al camión ni nos decían para dónde los llevaban. Adentro los recibían unos tipos vestidos de blanco como si fueran enfermeros, y silencio. Los locos ni chillaban cuando entraban allí. A lo mejor los inyectaban. No sé. Es mejor no saber mucho. “Al que habla mucho le cortan la lengua”, decía mi padre. Por eso yo… punto en boca. Además, si te dejas maltratar demasiado terminas así: loco o limosnero en la calle. Que se jodan si se dejaron aplastar tanto. Ahora. Pa´l camión. Y quién sabe si vuelven a ver la calle algún día.
No los conté. Pero creo que recogimos  varios centenares. Quizás había otro camión haciendo lo mismo. Estuvimos tres semanas en eso y no sucedió nada extraño. La última noche fue la más complicada. De madrugada fuimos a recoger a un viejo cochambroso. Estaba tirado, durmiendo en el portal de un hospital. Cuando lo removí para cargarlo entre dos y llevarlo al camión vimos que estaba sobre un charco de sangre negra. Al mismo tiempo se aferraba a un saco de mangos. El saco pesaba bastante, pero él lo arrastraba y vomitaba sangre negra sobre los mangos. Era una sangre apestosa. El viejo estaba reventado por dentro. Lo tiramos al piso de nuevo.
-¿Qué hacemos con esta mierda, compadre? –le pregunté a mi compañero.
-Si lo dejamos aquí, vamos a tener que regresar a buscarlo –me dijo Cheo.
-Sí, pero este va a cagar el camión y al final se va a morir. Vamos a arrastrarlo hasta el cuerpo de guardia.
Lo cargamos de nuevo. El cabrón viejo no soltó el saco de mangos en ningún momento. En el cuerpo de guardia no había nadie. Sólo una negra vieja con una escoba y un cubo. Medio dormida. Se enfureció cuando llegamos con el tipo embarrando todo de sangre.
-¡¿Qué es eso?! ¡No, no, no! Aquí no.
-¿Cómo que aquí no, señora? ¿Y dónde entonces?
-No, no. Déjenlo allá afuera.
-¿Usted trabaja aquí? Busque un médico. Vámonos, Cheo.
Dimos una vuelta para irnos, pero de un rincón oscuro salió un policía.
-Momento que esto no es así. ¿Adónde van?
-Mire, guardia. Este tipo estaba vomitando sangre en el portal del hospital y nosotros lo recogimos y lo trajimos para acá.
-¿A esta hora? Son las cuatro y media de la madrugada. Documentación de los dos. ¿A qué se dedican?
- A nada.
-¿No trabajan?
-Sí…, eehh…, recogemos basura.
-¿Con ese uniforme? ¿Ustedes son basureros de Suiza o de Yuma, o qué?
No supe que decir. Y Cheo era un imbécil que ni abría la boca. El viejo comenzó a vomitar más fuerte sobre el saco de mangos. La vieja limpiapisos se puso histérica porque tenía que limpiar todo aquello. El viejo soltó toda la mierda que le quedaba dentro, empezó a temblar y se murió apestando mucho más que un camión de basura. Hasta yo me asqueé, que es mucho decir.
En medio de aquella jodienda llegaron dos negros grandísimos en un taxi. Uno era un mulato más claro, con una enorme cadena de oro colgando del cuello. Era demasiado lindo para ser hombre. Parecía un actor de cine. Estaba llorando de dolor. Traía los pantalones bajados, un palo metido por el culo, y sangraba. No podía caminar. El otro lo ayudaba. Se le veía asustado pero lo ayudaba. El policía fue a ver aquello.
-¡Ese palo me lo metió él que es mi marido! Ay, no me lo puedo sacar, me desmayo policía, ayyy… no deje que se vaya mi marido, que no me deje sola…
Y cayó inconsciente al piso. El negrón grande y fuerte, más asustado aún, le gritaba:
-Oye, maricón, ¡qué marido de qué? Yo soy un hombre, policía. No conozco a ese tipo.
El policía perdió el tiempo tratando de zafar las esposas del cinto. El negrón escapó corriendo. El policía le cayó atrás. El taxista bajó del auto y le registró los bolsillos al maricón inconsciente para cobrar su carrera.
En medio de ese lío, la vieja arrastró para un rincón el saco de mangos embarrados de sangre y mierda vomitada. Escogía los más limpios y se los comía. Cheo y yo nos fuimos. Nos hacía falta un buche de aguardiente, pero a esa hora todos los bares estaban cerrados. Cheo, aprisa a mi lado, repetía:
-Acere, recoger basura es más fácil. Esto es muy enredao pa’mí.
Y sí. Volvimos a la basura al día siguiente. De todos modos, me parece que trabajamos por gusto. Ahora veo más locos y mendigos en la calle. Parece que se reproducen como conejos. Por todas partes uno los ve cochambrosos, borrachos, hablando solos. Cheo todos los días me dice lo mismo: “Acere, en cualquier momento nos sacan de la basura para seguir recogiendo locos y mendigos. ¿Tú vas? Yo no voy. Eso es muy complicado pa’mí, acere.”






30.01.2012
Pablo Palacio, AS DE CORAZONES


AS DE CORAZONES
YO Y MIS RECUERDOS
Solo como una moneda de mendigo. Aporreado por
la vida y con “qué importa” sobre los hombros.
No fue esa la mujer que debió llenar mi alma; era
tan cobarde como una hoja de oro; ni fue la otra que
enmudecía y se ponía pálida; ni fue la tercera, que me
amó antes de que yo la amara; ni fue la cuarta de todo
el alto de una mujerzuela.
Debo esperar el tiempo de las frutas maduras para
gozar del sol dorado de los siervos tendido a lo largo de
mi vida con este frío voluminoso en las mucosas y estas
corazonadas retumbantes y esta llenura del cerebro que
ocupará mi anhelo definitivamente.
Pero ya nada queda en ningún rincón del
mundo y voy a estar por toda una eternidad tendido
en el andamiaje de mi esperanza, tendido como un muerto.
As de corazones
yo y mis recuerdos.
¿Pero qué es eso de los recuerdos si ya no me hacen
poner alegre ni triste, ni me importan esas arrugadas
caricias porque no soy un tratante de viejo?
NADA te debo, madre: no sé de qué color fueron
tus ojos, ni sé si fueron suaves las palmas de tus manos,
ni si tus besos fueron dulces.
Yo solo
Tendido como un muerto.

No hay comentarios: