jueves, 18 de noviembre de 2010

Farsa

jminúscula

Siempre estaré contigo cuando despiertes, prometí. Tras 16 años de casado he incumplido sistemáticamente este compromiso por llegar con puntualidad al trabajo. Mi matrimonio es una farsa.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Evitar

Edurne

Me da escalofrio, me siento sola, ¿a nadie más le pasa?
No soporto el sopor que me sostiene viva, ¿cómo puedo vivir con este sostén?
Me da frio, me quedo parada, me asusta.
Los veo y me conmueven, qué cabrones, ellos no lo saben pero me tienen cautivada, joder como evitar, que su levitar yo lo evite… qué dilema, ¡coño!
Sé lo que puedo hacer, seguir caminando, total todo el mundo está haciendo lo mismo, están ahí parados, tirados, lo que cae del brazo, ¿es sangre?
Los dos intentan levantarse, pero joder si es que están muy puestos y no llegan a soportar toda su pena, su desánimo, sus cuerpos arqueados, de las vidas asquerosas que llevaron.
Conocer sus vidas, me da miedo, insoportable quizá aguantar tanto dolor, sino ¿Por qué lo hacen? No lo entiendo, o sí, es la vida, que a algunos les da vida y a otros se la quita, claro, ya lo entiendo, ¡Coño! Es que unos tienen una puta flor en el culo y a otros se la meten por el culo pero con espinas y todo.
Me da escalofrió, me siento sola, ¿a nadie más le pasa?

jueves, 21 de octubre de 2010

Redención

José Angel López Jiménez
La habitación es más grande que el universo y en unos segundos mengua hasta el tamaño de una caja de zapatos. Me tiendo en el suelo buscando el ángulo correcto para ver por la ventana sólo el cielo rojizo, libre de la horrenda visión de las antenas de televisión y la ropa tendida, de los edificios mustios y los sueños beodos. El ruido y la contaminación de las alimañas que viven fuera infectan sin piedad mi mundo, pringando las paredes con su hedor negro de aceite quemado.
(La decisión está tomada)
Contemplé la cárcel que había construido ladrillo a ladrillo, barrote a barrote, para cumplir la cadena perpetua a la que me había condenado. Los presos caminan encadenados a la rutina, abúlicos y cadenciosos, atusándose el pelo y mirándose en el espejo a cada instante. Unos detrás de otros, con paso firme, buscando la redención que sólo les llegará con la muerte.
¿Cuántas decisiones había tomado en mi vida con libertad?
Ninguna.
(Ya no hay vuelta atrás)
Agarro el cuchillo con fuerza, me tiemblan las piernas.
Acerco la hoja a la garganta, tengo que atravesar la yugular de un corte.
Tengo miedo.
Siento abrirse la piel en dos, cómo los músculos se hienden y se fracturan los huesos. Trozos de epitelio se caen al suelo, otros, muy pequeños, flotan en el aire.
Y la sangre fluye.
Lo primero en evaporarse es la infancia. Mis padres, mis hermanos, mis abuelos, los meses en la playa haciendo castillos de arena, los lápices de colores, el amor blanco e infantil por mi profesora…
Cada latido de mi corazón destierra la sangre caliente al exterior.
Después olvido las matemáticas, la universidad, la historia, los teoremas, los idiomas, montar en bici y todos los libros que he leído. Se desvanecen los consejos que no pedí y todas las decisiones que tomé.
Un dulce temblor viaja de los pies a la cabeza. La debilidad conquista poco a poco mi cuerpo.
Desaparecen las promesas incumplidas, las mujeres, las novias, los amigos, los horarios, los logros y los fracasos. Las personas que pasaron por mi vida ya no existen en mi cabeza.
(Percibo los colores como si tuviesen sabor)
La luz del atardecer ilumina la habitación, que ya no es grande ni pequeña, es hermosa.
Sólo me queda limpiar la sangre del suelo y las paredes, lavar las cortinas y disfrutar de mi libertad.
(Ellos)
Se retuercen como los caminos de una montaña para seguirme con sus miradas, los comentarios despectivos son la nueva sangre que fluye por mis venas.
Percibo su miedo y me gusta.

jueves, 30 de septiembre de 2010

La lista

Susana Armengol

El listín de direcciones manchado de sangre comparte mesa con una botella de cava, una copa de cristal, tres velas que iluminan el rostro de Daniela y el revólver. Un brindis por cada venganza consumada. Ha sido una semana dura, sin apenas dormir ni comer. La lista era larga. Muchas visitas, muchas balas. Su padre fue el primero, por cercanía nada más, con lo fácil que hubiera sido darle una infancia feliz. Salud. Alejandra la manipuló durante tantos años. Salud. Cuanto egoísmo. Y, al final, la encontró en la cama con su novio de la universidad. Salud. Es como si a la gente le resultara más fácil hacer el mal que el bien. ¿Cúal era el mote que pusieron a su jefa en la fábrica de envasado? Esa puta. Salud. Repasando la lista se ha bebido casi toda la botella, tanto daño la han hecho, tantos lo han pagado. Y el pobre Isidro, no era un mal tipo pero en cuanto le contó hace dos semanas lo del embarazo, desapareció. Salud. Una última bala para el Creador, culpable de abandono existencial. Anticipa el brindis y deposita la copa sobre la mesa. Se introduce el cañón en la boca, cierra los ojos, coge aire y aprieta el gatillo.

martes, 21 de septiembre de 2010

Un ejemplar de "El extranjero"

Alberto Garrido

No sé cómo llegué allí. Casi un milagro. Salimos a flote. En 2 metros de eslora, 50 personas. Pagando billete de business. Aunque en otros puertos no creo que aceptaran vacas, gallinas y cerdos y una finca destartalada y yerma como formas de pago.
Todo lo que llevaba mi equipaje cogía en un bolsillo. Interno. Escondido. Cosido a propósito para el viaje.
Después de cuatro días de travesía desértica arribamos al puerto. Una lancha motora remendada y sin tripulación espera fondeando atada a un cabo. Grupitos salpicaban la arena. Se escuchaban gritos y sollozos retirados. Ocultábamos la emoción perdiendo los ojos en la calima intentando vislumbrar la fortuna. En realidad, las Islas Afortunadas. “¿Para quién, coño?”. El futuro capitán de la barca discutía con una vieja llorosa que traía un paquete en las manos. No nos permitían fardos. No os harán falta al otro lado, decían. Incluso nos molestarán si tuviésemos que correr delante de los guardias costeros. “Ligeros de equipaje”, como dijera Machado. Quería ir a la universidad. Estudiar letras. Desde mi leve analfabetismo había escrutado algunos libros de poesía sacados de la derruida biblioteca de la aldea, desnutrida apenas por los despojos de caridad del primer mundo que enviaba libros a modo de limosna. Así me aficioné. También la desidia, lo poco que hacer. El aburrimiento. Matar el hambre con ellas, leyendo. Engañarla girando la hoja y entrar en otra página. Otro mundo. Lo que siempre me proponía. Quería encontrar repuestas. Sólo choqué con cerradas preguntas con signos de doble interrogación. Un buen día descubrí tanteando y por simple casualidad un título, “El extranjero”. Del Premio Nóbel argelino-francés del 57 creo recordar Albert Camus. “No, no, que no. No se acepta sacar paquetes de aquí”. Aquel grito me punzó. “Fuera, fuera. Vamos, arriba”. El conductor de la barcucha dejó en paz a la vieja con su paquete en la mano. Los grupos se unieron en fila de a uno, cada uno en la mano la documentación necesaria, pagada a sangre. Me acerqué a la vieja. Era mi abuela. El miedo me hizo hacerme el despistado y no querer reconocerla. “Abuela, deme eso y no se entristezca”. No supe que decirle más. Escondí el hatillo pequeño sujetándolo con el cinturón bajo mi amplia camiseta prestada. Terminé la fila. Era el último. “Juntaros. Vamos, vamos. Allez; allez. Come on!. Come on!”. El capitán era políglota, el hijodeputa. Temía por si me quedaba sin sitio. La zodiac zozobraba. Las prisas hacían aguas. El pasaje se impacientaba. Algo me rozó el pie y un escalofrío me dejo fuera de la lancha con un grito. “¡Ah; ahhhaaa!” grité. Era el agua del mar. Estaba más fría que la del pantanoso lago donde chapoteaba de niño. Un brazo me agarró, tiró y subió al barco completo. El último. Siempre el último.
La travesía fue rápida. Todo lo que permitió la embarcación. Llevaba medio cuerpo fuera, colgando por la borda. Iba lívido. El mar me pareció una bestia que echaba espumarajos, que no se dejaba cabalgar, daba con su lomo en la frágil lona de la lancha y eran coces de soberbia y de reto, baches de mula con exceso de carga encima. Me agarraba a las mangas de mis compañeros de migración, igual de asustados que yo. Frenamos en seco con el ancla del motor. Olía a quemado, a hoguera aldeana. Nos miramos todos. Todos miramos al capitán. Él nos observó con asco y maldijo en su lengua. A la deriva. Con una lengua intraducible.
Arrancó de golpe. El vaivén cesó. La lancha se embaló hacia un risco punzante que sobresalía. La costa se adivinó bajo la calima. Un topetazo nos desembarcó desordenadamente. Algunos caímos al agua. El impacto frío me despabiló de súbito. Tierra. Tierra con agua. “Afortunado. Vivo. A salvo”, pensé mientras tosía sal.
“Allez!. Allez!. Out. Out. Fuera, joder. Coño. Run. Run. Come on!. Come on!”. El capitán era políglota además de un hijodeputa que lanzaba por la borda a los negros más paralizados.
Corrí como nunca. Nunca había corrido así. El calor sofocante de mi aldea no lo permitía nunca. Me animaron las sirenas de la guardia costera aullando como perros locos. Chapoteaba como de crío, pero mucho más rápido. Salí desperdigado. No seguí a nadie. El caso es que no veía. A nadie ni a nada.
Un bulto rocoso y con matorrales me escondió silencioso. “Alto. Quieto ahí. Paraos”... “PUM”. Gritos y alaridos. Un arma se disparó. “¿A dónde?. ¿Hacia quién?”. Yo sólo adivinaba mi casa oculta por el polvo suspendido...
El silencio se hizo brisa. Acurrucado noté en mi estomago un pinzamiento. Saqué el pequeño hatillo envuelto con papel. Mojado éste dejó al descubierto un ejemplar sufrido de “El extranjero”. Me acordé de mi madre. De la madre de mi madre. El miedo empezó a hablar entre mis dientes. “¡Mama!. ¡Mama!. Ahhh...!”. “Ya se irán. Yo no me muevo de aquí”. Respondió a los pensamientos el silencio. El miedo lo reafirmó todo.
“¡Quieto ahí, no se mueva!. Levante las manos. Las manos en alto”. Entendí el idioma universal de una pistola apuntándome y alcé las manos, los brazos, el cuerpo, la voz. “No. No, please. Si vous- plaiz. No. No, no, por favor...!”. “El extranjero” en mis manos. No lo solté.
Pensé vagamente que, mientras me conducían con guantes de látex blanco hacia una carpa blanca con una cruz roja, me esperaría la repatriación, la vergüenza, la vuelta a la aldea. Allí, como en el extranjero de Camus, tendría yo que esperar mi condena, resignado, la muerte tantas veces anunciada, crónica, como “Crónica de una muerte anunciada” de Márquez. Otro ejemplar deshilachado que leo bajo un árbol ya de regreso a la aldea. “Adiós. No era tu reino el mío, porque yo no conozco patria. Quise vivir entre los tuyos; pero los tuyos me ignoraban”. Escribí éstos versos en una cuartilla raída. Sentado en la aldea veía pasar la muerte, la resignación; la ignorancia marcada en las costillas. La crónica de una muerte anunciada: a “el extranjero” condenado. Esperando.

martes, 14 de septiembre de 2010

El enemigo

Judas Murillo
Abrió los ojos en la penumbra de la habitación. Eran las 5:13, llevaba varias noches despertándose a la misma hora, ya no podía soportarlo más. Iba a ser otro día complicado, uno de esos, en los que parece casi imposible resistir hasta la tarde sin mandarlo todo a la mierda. Quedaba bastante más de una hora para que el reloj sonase, con ese ruido metálico que marcaría el final del descanso. Cuando su mujer y su hija despertarían.
Permanecer allí tumbado era absurdo, una pérdida de tiempo. El enemigo había aprovechado la oscuridad para reorganizarse, para ganarle terreno, había tomado el control y amenazaba con destruir la fortaleza. Antes la consideraba inexpugnable, pero sabía que ahora presentaba fisuras. Demostrando que la seguridad en la que creía vivir era falsa y extremadamente débil. Podía oír cómo se resquebrajaba la estructura sobre la que descansaba toda su vida. Estaban en peligro.
En su cabeza, a punto de estallar, la voz del adversario repetía una y otra vez su monótono y persistente mensaje. La losa que le oprimía el pecho pesaba cada vez más, le costaba respirar y reprimir el llanto. ¡Qué listo era el enemigo! Si lograba hacer que llorase, no solo vencería esta batalla, también ganaba la guerra. Su mujer despertaría alarmada por los gemidos, y él, indefenso, y sin fuerzas, sería dominado por su contrario y obligado a hacer lo que no deseaba. Los cimientos se derrumbarían, y con ellos, todo por lo que había trabajado y luchado estos años. Todo reducido a escombros.
Por eso, lo principal era salir de allí cuanto antes. Los destellos verdes de la luz del despertador le permitían apreciar las facciones de su mujer, la suavidad de su cuello perdiéndose bajo la sábana, durmiendo tranquila a su lado, ajena a todo. Distinguía con claridad los objetos de la habitación, la lámpara, que no debía encender, la puerta cerrada y su ropa sobre la silla. Se levantó, sigiloso, agarró su traje y salió de la habitación. Ya en el baño, desnudo, sentado sobre la taza, y tapándose la boca con las manos, se echó a llorar.
Su táctica iba a ser simple, la única que conocía. Dejar que el tiempo pasara, aguantar, lo mejor que pudiese el ataque del ejército rival. Saldría de la casa, y se iría a trabajar antes de que se despertaran. Cuanto menos contacto tuvieran más fácil sería superar la jornada sin causar daños irreparables. Siempre era más fácil dominar al enemigo fuera de allí, lejos de víctimas inocentes.
Se vistió y fue a la cocina a escribir una nota, que explicara su ausencia, su espantada. Al pasar frente a la habitación de su hija se detuvo, acercó la mano hasta el pomo. El ruido de su corazón latiendo descontrolado desgarraba el silencio de la noche. Las lágrimas volvieron de nuevo a sus ojos. Bajó la cabeza, apartó la mano y se marchó.
En el trabajo, continuaba sintiendo como la maquinaria de guerra enemiga se preparaba para la maniobra final. Aunque allí el rumor perdía fuerza, incluso, de vez en cuando, llegaba a desaparecer. Pero el tiempo iba pasando y no conseguía que el adversario replegara sus tropas. A medida que se acercaba la hora de volver a casa, se le iba formando un nudo en el estómago, la espalda le molestaba cada vez más. Un dolor que empezaba en los riñones y continuaba por la columna, se extendía por los hombros y subía hasta el cuello. Uniéndose con el dolor de cabeza. Se sentía febril, los ojos húmedos le escocían, y se le empañaba la visión. Supo, sin encontrar la forma de evitarlo, que la batalla final se libraría en casa, donde los daños eran siempre mayores.
Metió la llave en la cerradura y vio que estaba echada. Buena señal, no había nadie dentro, tenía la última oportunidad de vencer sin causar víctimas. Se cambió de ropa y entró en la cocina. Ahí se sentía a salvo. Era otra forma de apaciguar a las hordas que le amenazaban. Entre sartenes, cucharas de palo y fogones.
Colocó la tabla de cortar sobre la encimera, y sacó el cuchillo grande. Primero la cebolla, había que cortarla muy fina, como les gusta a ellas. Además así podría llorar y moquear a gusto, sin disimular. Después un poco de pimiento, primero el rojo, que se vaya haciendo a fuego lento con la cebolla, luego el verde. Iba sintiendo cómo el peligro se desvanecía.
Ilusiones. Era la calma antes del ataque definitivo. Se oyó el ruido de un portazo. Después la voz de su mujer y de su hija en la entrada. Un escalofrío recorrió su espalda, sus tripas se quejaron y a su cabeza volvió el monótono y repetitivo mensaje.
La puerta de la cocina se abrió y él miró, en ese instante el filo del cuchillo desgarró la piel y la atravesó la carne. El grito de su mujer y el llanto de su hija se mezclaron en su cabeza con la voz, ya más débil del enemigo, que perdía fuerzas diluyéndose con la sangre. Él no decía nada, no podía moverse.
Su mujer le cogió del brazo. Le puso el dedo cortado bajo el chorro de agua, que teñida de rojo se perdía por el desagüe, y con ella las tropas contrarias se retiraban. Vencidas.
Él tenía lo que deseaba. Su seguridad, su estabilidad, por frágil y malherida que estuviera, era mejor que la quimera que anhelaba el enemigo.
Había ganado una dura batalla, como siempre con algunos daños. La sangre no llegará al río, no esta vez. Había mantenido a salvo lo que importaba. Pero… ¿Cuánto tiempo podría soportarlo?

lunes, 17 de mayo de 2010

NOTA:

a un mes de presentar el fancine impreso de este blog quiero anunciar que lo voy a dejar por un buen rato. tambien que podeis enviar textos para el proximo numero porque en soporte impreso si que va palante. os dejo con la ultima publicacion de esta etapa. gracias a todos. seguimos luego.

martes, 11 de mayo de 2010

Pecados (6 y 7)

Susana Armengol

AVARICIA

Jamás se ha visto a un hombre tan perfectamente bronceado. Su trabajo le cuesta mantener esa piel dorada y brillante cual metal precioso. Termina su jornada laboral y se marcha derecho a la piscina de la urbanización. Aprovecha unas cuatro horas de sol diarias bajo una capa del más potente bronceador del mercado. No lee libros para evitar que su sombra deje marcas de piel blancuzca en su cuerpo, ni siquiera se pone las gafas de sol. Su piel morena aumenta las probabilidades de éxito con las mujeres y eso, tratándose de un hombre tan poco atractivo, hay que explotarlo. Midas se ha vuelto loco, comentan las vecinas consternadas, lo de las sesiones de rayos uva todo el invierno, a pesar de ser una costosa excentricidad que casi cambió su nacionalidad nórdica en cubana, tiene un pase, pero no hacer caso de las quemaduras, ni curarse las erupciones cutáneas que le han cubierto entero ralla el masoquismo, ¡es qué ni siquiera parece ver que se ha convertido en un monstruo verrugoso que va dejando un reguero de piel muerta y dedos calcinados por toda la comunidad!.

PEREZA

Qué no me levanto, estoy cansado, necesito unas vacaciones. No, merezco unas vacaciones. Pero cariño, hace días que te esperan en el trabajo. Tu despacho está vacío y la gente quiere saber por qué. Yo ya no sé que decirles. Pues diles la verdad, que estoy descansando. Con lo bien que estaría yo pescando. ¿Descansando? ¿Quieres que atienda a los medios y les diga que mi marido, el Presidente, está descansando?. Te lo agradecería mucho, si. Y que hablarás en un tono más bajo también. Pues no me he convertido en Primera Dama para escusar a mi marido porque no le gusta madrugar. !Hazlo tú¡. Está bien, me levanto, sólo cinco minutos más.

jueves, 29 de abril de 2010

Pecados (4 y 5)

Susana Armengol

GULA


Era una ansiosa, por su manera de comer, se la veía a la legua. ¿Por qué lo dices?¿Comía mucho? Sí, a cada rato la pillabas sacando un tupper del cajón de su escritorio y, agachada detrás del ordenador para que el resto de la oficina no la viera, se metía en la boca tres o cuatro trozos de una especie de carne encebollada liberando un olor a grasa quemada repugnante. ¿Y siempre comía lo mismo?. Esa última semana sí. Después no lo sé, la detuvieron. Desde que la policía nos comentó lo del cuerpo de su compañero de piso repartido entre el baño y la nevera, no hemos vuelto a ser los mismos carnívoros.

ENVIDIA

A las once de la mañana las madres salen a pasear con sus pequeños. La zona residencial incluye un parque vigilado al final de la calle de chalets de lujo. Frente a los columpios, se ha instalado un chiringuito ibicenco especializado en cócteles y desayunos. Al otro lado, un polideportivo provisto de guardería permite a las amas de casa con asistenta fortalecer sus glúteos. ¡Qué grandes están tus niños!, ¡Qué guapos los tuyos!. ¿Estás mas delgada? ¿Tú te has cambiado el pelo, no? Oye, ya me ha dicho mi marido que han ascendido al tuyo en el trabajo, enhorabuena. Pues chica, a mi me ha comentado el mío que el tuyo esta encantado con su nuevo coche, que lujazo. Y así se despiden y prosiguen cada una su camino. Menudas arrugas tenia la muy vacaburra. No sé como permiten criar niños a borrachas muertas de hambre como ésta.

martes, 27 de abril de 2010

Pecados (3)

Susana Armengol

IRA

Un dolor punzante le despierta, es viejo conocido del abuso. ¿Qué ha pasado? ¿Y esta sangre? Todo está lleno de manchas resecas, sus manos, el sillón, la pared del pasillo. Se palpa el cuerpo pero no encuentra más que unos leves arañazos en el cuello y los brazos. Entonces, no es suya. Intenta recordar pero navega por lagunas de doloroso olvido. La lámpara de pie echa añicos le trae un flash de gritos, golpes, vómito, llanto desesperado y odio incontenido. Se derrumba al ver la cama vacía, abre los armarios, no falta ropa, tendrá que volver a llamar a los hospitales para encontrarla y pedirla perdón. Para que vuelva a casa, porque si esta vez no vuelve, él se morirá de pena. La necesita tanto, tanto que sólo pensar en su ausencia le vuelve loco. El pánico le atenaza la garganta y bloquea sus lágrimas arrepentidas. ¿Quién es ese que aparece para destrozarlo todo? Ese no es él, tiene su cara, su voz y su cuerpo pero, sin duda, es otro. ¿Cómo exorcizarme si vuelve? Para protegerla a ella, en realidad. Entre las botellas tiradas encuentra una que no está vacía y busca el germen. Observa el líquido esperando encontrar nadando en él algún gusano que hará crisálida en su estómago y, en unas horas, nacerá el monstruo, y se extenderá como un cáncer hasta poseerle entero. Pero por más que agita la botella no encuentra nada que matar, nada.

sábado, 24 de abril de 2010

Pecados (1 y 2)

Susana Armengol

LUJURIA

Mientras ardo en fuego y azufre pienso en tus pechos al mismo tiempo que en tus ojos. Poco importa que me recuerden una y otra vez que, como súcubo que soy, he de devorar a los hombres que me miran con lascivia cuando me apoyo en la barra para que me sirvas otra copa, poco importa...

SOBERBIA (de Proverbios 6:16-19)

Estiró el brazo, giró el cuerpo y tensó su musculatura cual Discóbolo, aspiró profundamente y lanzó el boomerang arrancando gemidos de sorpresa del pueblo entero, presentes todos los aldeanos en la plaza para ver con sus propios ojos el extraño instrumento traído desde tierras donde, según les ha contado el estudioso, los animales devoran a los hombres al menor descuido. Ya ven regresar a lo lejos el objeto volante, se arrancan vítores y aplausos para el viajero que estira un cuello de afán protagonista y enaltece la mirada dirigida al populacho. El arma afilada desgarra su garganta y la cabeza cae al campo de centeno, entre el clamor del abnegado público.

domingo, 11 de abril de 2010

Surrealismo

Fernando M. Guerrero

La tarde era propicia

para andar por la arena

de los acantilados

de mi espesa cabeza

retorcido como un gusano

con las fauces abiertas

penetrando en el costado

de un coyote

me abría paso por la maleza

encontrándome perdido

en mi pequeña locura

cuando todo estaba tranquilo

divisé una gran montaña

formada por cadáveres

de penosa presencia

atravesé el lugar

no sin fijarme que algunos

de estos cadáveres

me miraban con pena

eran las personas que

no había llamado

las que había fallado

las que no había amado

miré atrás sin darme cuenta

que me iba recostando

sobre un montón de ellos...

para terminar formando parte

de aquella enigmática montaña.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Gang-Band

Alberto Garrido
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4:53 a.m.

Llegue a aquel lugar oscuro no sé cómo. Empujado por una inercia que me venía de detrás. Pero, fue en mitad de una enorme borrachera de noche. Recuerdo entre flashes de luces estridentes las manos que me arrastraban manoseándome y las sombras desdibujadas que me circundaban en un baile de otro mundo. Lo que no olvidaré nunca fue el juego de estrellas que formó una perlada cortina de tiras en la entrada a una habitación sin fondo ni horizonte cercano ni conocido. Y la estúpida sonrisa que llevaba puesta, ahogada por un llanto interior no visto ni hecho agua. Era todo sólo una comedia, trágica para mí. Divertida para mi extraño público.
Enseguida unas sogas de dedos me ataron las muñecas como unos grilletes pesados que me conducían a la tortura de millones de agujas punzantes. Yo caí de rodillas tal que un penitente en procesión. Pero esto únicamente aumento la algarabía y la devoción de las risas. Inevitablemente me arrastraron por el suelo. Aquel no era el sitio para quedarme. De repente perdí el norte. Todo se me hizo niebla. La monstruosa visión cesó. Caí inconsciente; envuelto en un sueño del que me despertaron consecutivas bofetadas que decían mi nombre; “¡Enrique!. ¡Enrique!. Vamos, joder, que no es nada”. Un hombre enmascarado de negro me dio la primera muestra de afecto. Una caricia circular, helada, con olor a alcohol. Flotaba encima de una camilla de dentista. Me sentía un tronco. Sin la copa y sin sus ramas ni raíces. Talado. Inerte. Sé que la sonrisa de bufo no desaparecía. Pero yo seguía llorando por dentro. Continuaba la crecida del río subterráneo. Sentí también un tacto de látex. Insípido. Ahora los grilletes se habían multiplicado incomprensiblemente en el silencio. Me sujetaban a la realidad por los hombros, antebrazos, rodillas y tobillos. Unas torres negras con atalayas de ventanas abiertas en formas de arcos ojivales me pertrechaban impidiéndome la huída de la cárcel de cuero y olores acrílicos que ocupaba. La misma máscara negra se me presentó con una boca blanca y cuadrada igual que sus manos, que señalaban distintas partes de mi cuerpo mientras buscaba su guía en los cuatro puntos cardinales que orientaban las cuatro torres alzadas. Volví a ausentarme unos instantes. Lo perdí todo de golpe. Cuando regrese el escenario no había sido cambiado en nada. Bueno, algo sí. Mis pensamientos se hilaban igual de mal que las líneas que ahora describo. Alguien desde algún sitio lejano y oculto intentaba saber de mí; quién era, qué hacía allí y si me encontraba bien. El caso es que no me encontraba por ningún lado. Aquel no podía ser yo. Era otro al que yo veía. Un ser perdido, apresado, abrumado, encadenado. Me reconocí más tarde en el primer punzante dolor que atravesó mi brazo izquierdo. Entonces sí la sonrisa tonta desapareció de golpe cayéndose con el mismo peso de una piedra que desborda definitivamente un vaso. Se giró mi cabeza resortada para volver a ver a esa desconocida silueta negra de boca blanca y cuadrada que me preguntaba por el dolor. Obtuvo una callada por respuesta. Siempre había sido así. Sin embargo, ese no era yo; pero estaba dentro de mí. Ahora el personaje poseía dedos de hierro. Me acariciaban metálicos con bufido y resoplo de máquina. “¡Ves Enrique!. ¡Si no es nada, coño!”. Se acalló el cinturón de cadenas y carcajadas. Quede suelto aunque sujeto por imperceptibles lazos. Cesó a la par la música de púas en mis oídos. Comencé a escuchar sólo un redoblar de pulso sanguíneo y un aire comprimido escapando en la oscuridad. Sí noté un hiriente pinchazo de aguja dibujando notas y trazos en mi piel y mis poros colmándose de una rabiosa e hirviente tinta rebosante de matices. Se desbordaba el caudal pero era inmediatamente arrastrada, traída y llevada, por una marea algodonosa y blanca. A pesar de tener los ojos cerrados podía ver todo esto. Era un silencioso espectáculo sinestésico. Una parte de mi geografía recogía la inundación de un calor abrasivo, devastador. Las torres se convirtieron en suaves tapias inclinadas empeñadas en vigilarme. Yo cada vez era más consciente de las caricias de un hombre cada vez más claro, cada vez más translúcido. La mueca se había congelado, dejando paso a una más fría todavía soledad. La luz se fue imponiendo. Poco a poco. Todo fue terminando. Finalmente concluyo.
Así que abandoné la tienda, sobrio, sereno, tranquilo; comprendiendo todo un poco mejor. Y al salir a la calle, cuando recibí la primera brisa refrescante de la mañana sobre mi piel tapada, supe que estaba marcado para siempre y que también portaba innumerables e invisibles tatuajes dibujados a fuego por la puta vida.

6:25 a.m.


fin de “El Tatuaje”.

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