viernes, 26 de diciembre de 2008

Mis mañanas

jminúscula

Toda lo noche han estado durmiendo éstos dos en la cama, les gusta tanto el contacto y se pasan la noche tan apoyados a mí, sino el uno el otro, que hasta parece que se suban encima. Y el despertador, el infernáculo mono-tono, ha sonado con puntualidad fascista[1], otra mañana más pegándome el madrugón. De un salto bajo de la cama. Aprovecho la pared para estirar todo el cuerpo, primero: las extremidades superiores, las estiro, saco y bajo pecho, ummmmmmm, ya está, relajo y ahora con las extremidades inferiores, uammmmmm, está bien, parece que algo me he desperezado.

Salgo de la habitación, aún con los estiramientos sigo medio dormido, tropiezo, ya se han vuelto a cruzar éstos, siempre deciden tomar el camino equivocado, el que se creen que yo haré. Ahora que he parado me limpio los ojos, me quito esas sólidas y crónicas legañas. Me acerco a la cocina, lo primero que hago al llegar es beber un poco de agua, es una costumbre que tengo desde hace tiempo, cuestión de hábitos. A continuación espero solicito y agradecido junto al cuenco rojo a que Julio me eche la comida, tomo mi pienso seco, voy al cagadero, tapo las excreciones empujando la arena con la pata, maúllo de felicidad y echo a correr.

[1] El personaje piensa que el despertador es una herramienta y filosofía fascista. Marca los ritmos haciéndolos antinaturales, a lo que hay que añadir que al interrumpir el sueño nos puede robar el alma, provocar un síncope o quedarnos tontos.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Receta para no escuchar

Sergio


Por mucho que aporreara la puerta no conseguiría cambiarle de parecer. Y tampoco se iba a hacer de miel por mucho que lloriquease y moqueara suplicando por el amor de dios. Que bajase él del cielo para ayudarle si quería, Luisa ni por asomo volvería a escucharle. Encendió la tele y subió el volumen. En su cocina americana se dispuso a preparar la cena. Con un cuchillo comenzó a trocear cebolla. Los golpes en la puerta eran casi continuos y, a veces, tras una breve pausa que presagiaba el abandono, volvían con más ímpetu y acompañados por alaridos rabiosos que podrían dar miedo a cualquiera. Pero Luisa los conocía bien y la costumbre le permitía cortar ahora un pimiento verde en rodajas finas, sin el más mínimo temblor en sus manos. Puso al fuego la sartén con aceite mientras escuchaba como, afuera, gemía y pedía por favor que le dejase pasar. Cuando echó una cabeza de ajo partida por la mitad pensó que iba a reventar la puerta con esas patadas que le estaba propinando. Olía estupendamente el sofrito al agregar las setas troceadas, el perejil y la pimienta. Escuchó un ruido como de un cuerpo que se deja caer de espaldas bruscamente contra la puerta hasta quedar sentado en el suelo y, volcó el salteado de verduras en la fuente. De fuera, llegaban lamentos y suspiros y colocó sobre la mesita el plato con la mitad del salteado, un tenedor y unos colines. Se sirvió un vaso de vino tinto fresco y al ver la mitad de la fuente dudó en ceder. No se decidía. Tras la puerta tosía fuertemente. Como una autómata sirvió otro vaso de tinto. Titubeó unos instantes, mientras le parecía escuchar leves golpes en el suelo y joder, joder. Cogió otro plato, lo colocó en la mesita. Se dirigió a la puerta y, cuando ya tenía la mano en el pomo, se detuvo. Distinguió varias voces al otro lado. Parecían palabras de consuelo. Luisa se apresuró a bajar el volumen de la tele y, de nuevo, puso la oreja en la puerta. ¿Estás bien? ¿Qué te pasa? ¿Cuál es tu nombre? La voz le resultaba conocida, podría tratarse de cualquier vecino. Entonces observó por la mirilla: ya caminaban hacia la escalera, de espaldas a la puerta.
Volvió al sofá. Escudriñó su plato rebosante de salteado. El otro plato, vacío. En la encimera de la cocina, la fuente con la otra mitad de la cena.

Bueno.

Tenía mucha hambre. Ella podría con todo. Comió un bocado.

¡Está frío!, dijo. Dejó el tenedor.

Acercó despacio la mano a la boca. Escupió la comida sobre la palma. Se sorprendió al ver cómo temblaba y cerró el puño con fuerza.

Cambió de canal varias veces sin detenerse en ninguno. Estaba asustada. Por un momento creyó haberse quedado sorda.

martes, 9 de diciembre de 2008

Terrazas

JuanP


Vivía en un tercer piso. Con aquella terraza laaaaarga larga, pero estreeeecha estrecha. Las copas de los pinos del jardín colectivo rozaban la barandilla, y a veces trataba de coger alguna de sus ramas. Estiraba su mano y entonces el árbol se balanceaba, como jugando con él a voluntad. Aquella tarde hacía frío, pero el sol todavía estaba en lo alto y bañaba aquel rincón, provocando un calor tibio y reconfortante. Recostó sus antebrazos sobre el gélido metal de la baranda, y apoyó sobre sus manos la barbilla. Miraba a lo lejos, sin un punto fijo. Tenía mocos, y aprovechó para trasladarlos de la nariz a la boca con un sonoro carraspeo. Se puso de puntillas y logró sacar su cabeza a la parte de afuera, como el día que salió de su madre, con la coronilla por delante. Intentó apuntar para dar sobre una hoja seca abandonada en medio de la pequeña acera de hormigón que unía el césped con la pared de ladrillos del edificio, una que el viento aún no había decidido sacar a bailar. El líquido viscoso salió de su boca. Su lengua lo había acorralado, y sus labios, apretados como si fueran a dar un beso, lo impulsaron rozándolo casi con amor. Entonces salió despedido, caída abajo, a toda velocidad. Todo lo demás parecía ir a cámara lenta. Se alejaba. Justo en aquel instante, (él) escuchó la voz de su madre, que desde el interior de la casa le llamaba. La voz. Su madre. En ese momento, y no antes, notó de repente el frescor cortante de las tardes de diciembre, la humedad de las primeras horas de la tarde, el frío del aluminio del pasamanos, el molesto catarro que le dejaba escocidas las aletas nasales y ese dolor agudo tan molesto justo en el entrecejo. Tiritó, y entró en la casa a todo correr. Su escupitajo voló como un kamikaze, y erró el blanco.

martes, 2 de diciembre de 2008

El autobús

jminúscula


Si quiero coger ese autobús que me lleva a la GranCapital tengo que darme mucha prisa, ir muy rápido. Me pongo el abrigo, empujo la puerta dando un gran golpazo no intencionado que resuena como un trueno en todo el portal.

Aprovechando la inercia que llevo intento emular a Carl Lewis para saltar los siete escalones que forman el primer tramo de la escalera, intento fallido, hinco las rodillas en el penúltimo escalón, el resto del cuerpo se vence hacia delante, freno de bruces contra la pared de gotelet, desollones en las rodillas, raspones en la manos, y la cara marcada de cráteres producidos por el dibujo de la pared, no pasa nada, cogeré ese autobús.
Cambio de estrategia. Decido otro modelo a imitar que me traiga más suerte en esta bajada, escojo como ejemplo a mi abuela y decido bajar los escalones de uno en uno y con paso firme, seguro pero lento.

Consigo bajar los seis tramos de siete escalones, seguro pero lento, abro la primera puerta del portal, la dejo caer, bajo como un cohete la rampa de minusválidos y aprovecho que está entornada la segunda puerta para colarme a toda velocidad como un espía, me golpeo la espalda contra el pomo de la puerta, no pasa nada, mañana moratón.

Tengo que conseguir alcanzar ese autobús, ya estoy en la calle, parezco un gamo, jalo sin mirar atrás, ni adelante, ni a los lados, ahora sí que soy El Hijo del Viento. Cruzo la calle a tumba abierta, no miro, no pienso, tengo que coger ese autobús, las personas y otro mobiliario urbano aparecen ante mis ojos como exhalaciones, soy una locomotora, siento en mi cadera un fuerte golpe, no pasa nada, no miro atrás, tengo que alcanzar ese autobús.

Corro por delante de mi parada, el autobús ya ha pasado, pero sigo corriendo, voy a la siguiente marquesina, avanzo lo más rápido que puedo, las suelas de las zapatillas se me empiezan a derretir y a fundir con el suelo, ¿efecto de la velocidad? No, mediados de agosto.

Cuando vuelvo a casa, escucho a un vecino comentar a la mujer que pasea un perro, que esta tarde un loco corriendo ha dado un golpe a una anciana sentada en un bordillo alto, que se ha caído encima de un ciclista, que ha derrapado, y se abalanzado sobre el capó de un coche que ha intentado esquivarle y ha chocado contra otro coche aparcado. La anciana se ha roto la cadera, el ciclista ha muerto empotrado entre los dos coches, la conductora mortífera ha sido atendida por los servicios de emergencia por un ataque de ansiedad.

Por fin llego a casa, menos mal que conseguí coger el autobús.