viernes, 30 de octubre de 2009

Descubrimiento

Sergio Álvarez Guillén


Hay luz en mi rostro y no comprendes. Lo sé. Lo veo en la inocencia de tu mirada. Estás segura de que he gozado con tu boca, con tu pecho. Ignoras que no lo deseaba, que al dejarte hacer lo único que he conseguido es aislarme en el placer más desolador.

Y sin embargo, ahí están tus labios y mejillas, tus pezones y vientre impregnados de un odio tibio y espeso que no sospechas. Aún pretendes dilatar mi satisfacción tumbándote sobre mí, acariciando con todo tu cuerpo mi piel, mi pene que se resiste a abandonar la voluptuosidad alcanzada; pero me zafo, me escabullo hasta el baño. Escuchas el agua. Piensas que algo ha cambiado en mí y justificas esta extraña novedad de lavarme inmediatamente; supones que ahora necesito sólo de tus cosas, tan saturado estás de ti mismo, pequeño…

Y sí, he cambiado, pero es en todo; y ya no puedes comprender a pesar de la luz en mi expresión turbada e incómoda.

Apago la lámpara. Burdamente escurro sobre tu cuerpo el agua caliente de la toalla; retiro de tus labios mi odio blanquecino y ya frío con la lengua tensa y lo desplazo todo hacia abajo, arrastrándolo por tu cuello, deteniéndome, ya sin asombro, en los rincones más fascinantes de tu pecho, en la misteriosa curva de tu vientre, que ya no me inquieta. Llego hasta la delicia de tu coño hinchado y pierdo despacio la lengua en el laberinto de sus pliegues y gimes, gimes aún más, más intensamente y gritas, en el orgasmo de tu descubrimiento gritas: ¡Oh! ¡Cabrón!... ¡Malo, hijo de puta!

Y es ahora, empapados mis labios del magmático odio que yo mismo he bombeado hasta tu sima, es ahora al entrever tu expresión en la penumbra, cuando quisiera ya no comprenderte. Y fingir, como tú. Y sentir placer únicamente.

viernes, 23 de octubre de 2009

Convicción de la mesa

Sergio Álvarez Guillén

Sobre la mesa de madera. El Señor deja las manos muertas sobre mí. Al verlos llegar, con la carga sobre los hombros, abandona sus manos sobre mí.

Mira a esas personas con incertidumbre porque antes mejoró sus hogares que ellos no han sabido mantener. Los mira con inquietud porque antes advirtió lo peligroso de su esperanza y a ellos no les importó. Mira con recelo a quiénes antes quiso apartar de la fatalidad a la que su obcecación les conduciría y, sin embargo, ahora se presentaba ante él, sin avisar.

El Señor parpadea de miedo porque estos hombres, estas mujeres, estos niños entran en su despacho como si entraran en su propia casa. Han abandonado sus hogares; perseverando en su propósito han superado adversidades, sin ayuda. Son supervivientes y ahora están ante él, en su despacho: callados, seguros, alegres.

Por eso, el Señor, no se sorprende cuando sus propias manos se resquebrajan, se astillan como yo, ahora que me revientan esos que han llegado. Porque con el amor que cargan sobre los hombros hacen añicos sus manos y revientan la mesa de buena madera. De buenos árboles junto a los que ellos crecieron.





viernes, 16 de octubre de 2009

La cata

Sergio Álvarez Guillén

Daniela se apostó tras el montón de cajas vacías en el lateral del puestecillo de frutas. Su hermano José, disimulado entre el gentío del mercado, observaba el quiosco, la caja de tomates y a su hermana, quizá demasiado cerca de ella. Examinaba a los tenderos y calculaba el tiempo que tendrían para cargar los tomates y darse a la fuga. El plan no podía fallar. Pero era indispensable esperar el momento adecuado, elegir el momento de mayor ajetreo de los vendedores.


Sumida en la contemplación de los tomates, percibía vivamente Daniela, a partir de los colores, imágenes cotidianas de su casa; no podía contener los nervios mientras recordaba los colorados mofletes de la abuela y, se sonreía al imaginar la boca abierta de escasos dientes gastados ante la sorpresa de los tomates. A veces, el pequeño primo Arón, amarrado en el descolgado pecho de la anciana, intentaba, más que besarle la cara, morderle las mejillas siempre encarnadas. No es que creas que son tomates, solía decir la abuela, es que tienes hambre. El chiquitín, una vez en el suelo, distraía el hambre garabateando en el suelo periódicos atrasados con un lápiz color verde.


Pensando en esto Daniela avanzó inconscientemente hacia la caja hasta que, ya casi visible a los tenderos, se detuvo sobresaltada al escuchar el fuerte silbido de José que la miraba desde lejos con gesto de incomprensión. ¿Qué cojones está haciendo esta chica?, se preguntó. Seguro que su agujero en el estómago es tan grande como el mío, pero tenemos un plan y hay que controlarse.


El plan lo habían ideado después de pasar por el puesto de los fruteros y ver tan retirada la caja de tomates. Estaban allí, amontonados, casi al alcance de la mano, rojos como las amapolas que crecían detrás de su casucha a las afueras del pueblo. Incluso parecía que tenían puntitos negros como los estambres de las amapolas. Estaban allí, hermosos y olvidados, tal como ellos mismos lo estaban en aquellas huertas de tierra estéril; en una desvencijada caja como la propia chavola en que ellos vivían. Al pasar junto a ella les había parecido que la piel de los tomates brillaba como brillaban los ojos de Lucas, el perrillo que habían encontrado perdido entre los castaños cerca del cobertizo, donde su tío amontonaba la chatarra y muchos trastos viejos sin aparente provecho.


Pasaron de largo y al llegar al puesto de los encurtidos, aspirando fuertemente el olor a vinagre, idearon el plan.


Daniela guardaba en el bolsillo de la vieja falda su bolsa de plástico. José apresaba la suya en el pequeño puño que ya podía apretar con relativa fuerza, se había mejorado del accidente en la fábrica de chapas al intentar entrar por la ventana. Habían decido trasladar los tomates a las bolsas, dividiendo así el peso y evitando que se cayeran de la destartalada caja, dada una posible situación de fuga.


José, sin quitar ojo a su hermana y al objetivo de su plan, hacía como que se interesaba por las mercancías de los puestos cercanos. Mientras, Daniela se esforzaba en concentrarse en el olor de los tomates; no conseguía distinguir el olor dulzón y fresco que debía desprenderse de la caja. Se perdía en los diversos olores del resto de mercancía.


El hambre la punzó el estómago. ¿Podría contenerse? El botín estaba demasiado cerca. Buscó a José y le encontró avanzando resuelto hacia la caja, y en su sonrisa confiada advirtió que era el momento.


Daniela sacó la bolsa de su falda. En un momento, los hermanos estaban sobre la caja, arramplando con los tomates. En menos de tres segundos habían llenado las bolsas y se alejaban escabulléndose entre el hormiguero del mercado.


¡Oiga! ¡Les roban!, gritó una señora. El tendero la miró hosco, con extrañeza y no se inmutó.


Daniela y José corrían con el botín colgando de sus delgados brazos, golpeándoles las rodillas. Cuando se hubieron alejado suficientemente, en un callejón que bajaba al descampado cercano a su casa, se sintieron a salvo y se sentaron en un bordillo.


Sacaron de las bolsas algunos tomates. Una leve náusea les agarró el estómago. El tomate en sus manos había dejado hundir los dedos en su carne. Los puntos negros, como estambres en las amapolas, eran mucho más numerosos y grandes de lo que le había parecido a Daniela. Este está pasado, musitó José mientras rebuscaba algo mejor en el interior de la bolsa. Olía al cuartito de su abuela, agrio, a rata muerta. Extrajo otro que palpó más entero y le hincó el diente. Sabía a los pasados días en que su padre aún vivía, a leche cortada, a galletas rancias, a patatas de tierra. No todos están malos, dijo a su hermana sin mirarla. Pero Daniela, enfrascada en el rodar de sus tomates calle abajo, tampoco escuchaba a Lucas que ladraba desde lejos, seguramente de alegría.