jueves, 29 de enero de 2009

Cristina, cristal, trufas

Sergio

A Matías no le importaba, pero lo que es a Justa, ya le estaba poniendo de los nervios. Claro que luego era ella quien tenía que frotar bien la superficie del cristal hasta hacer desaparecer las manchas porque es muy importante que el escaparate esté bien limpio y transparente, hasta el punto que parezca que no hay.

Eso mismo imaginaba la niña Cristina: que no había cristal, que podía alargar el brazo y meter el dedo en el merengue del milhojas, o coger la guinda del borracho, o un poco de manzana de aquellas tartas con almíbar. Luego estaban las trufas con sus virutas de chocolate. Imaginaba que acercando la boca un poco más podría tener entre sus labios acaso unas pocas virutas, en la punta de la lengua saborearlas despacio y luego aplastarlas en el paladar un buen rato hasta tragar la saliva negra como batido de chocolate.

Y todos los días igual, con su mochila de colegiala, no podrá irse a casa a estudiar y hacer las cuentas… tiene que quedarse todo este rato relamiéndose como si no comiera en su casa; las malditas manos apoyadas en el cristal, resoplando vaho por las narices llenas de mocos. Y Matías como si no la viese, como si ese pelo rojo de la niña no llamase suficientemente la atención sobre el gris de la calle, como si esa mirada que a veces nos dirige no mostrara cierta perversidad y ambición. Si no llega a transmitir miedo quién dirá que no es inquietante esa forma de estirarse los tirabuzones mientras pierde la mirada en los pastelitos, y no se mueve ni un centímetro a pesar del frío y la lluvia o la nieve.

El agua, el frío por los agujeritos de los zapatos y los calcetines de verano. Al menos, su padre había podido comprar un abrigo chubasquero en el puesto de segunda mano. Su padre, que tanto lloraba por las noches mirando los anuncios de televisión, sentado frente a un vaso de vino, sólo, creyendo que Cristina dormía, cuando, en realidad, estaba tras la puerta, con la fotografía de su madre contra el pecho, su madre que ya nunca más. Aún era niña pero conocía bien que el subsidio por desempleo estaba llegando a su fin y, ¿dónde iremos? ¿dónde iremos? murmuraba su padre entre trago y trago y se esforzaba en cambiar de canal con el mando que estaba quedándose sin pilas.

¡Hombre! Parece que por fin se va a poner las pilas. Después de más de quince minutos que lleva pegada al cristal como una lapa, por fin Matías, tras mirarla con curiosidad me mira en el fondo de los ojos: ¡vamos!, ¡échala de ahí! Ya tampoco él lo aguanta más. Sale del mostrador disimulando, distrayéndose en colocar las palmeritas de las bandejas de fuera, perfilando las bolsas de patatas fritas en sus estantes, todo para no ahuyentarla, claro. La niña le mira sólo a veces, está demasiado concentrada en paladear imaginariamente los dulces, la cochambrosa. Fíjate que sale Matías por la puerta y ella ni tan siquiera deja de babear el escaparate, no se aparta ni un centímetro, la sin vergüenza. Matías se ha acercado, ahora la tiene por el brazo. Ella se asusta, quiere escapar. Casi empieza a llorar pero Matías se acuclilla, la mira seriamente, le está diciendo unas palabras. Finalmente la niña no llora. Primero dice no con la cabeza. Después orienta la cara al suelo. ¿Tiene los ojos cerrados? Matías no para de hablar. Está serio. La niña vuelve a decir que no. Quiere irse. Forcejea para librarse de la mano de Matías que apresa su muñeca. Ella tira, parece una salvaje, entonces Matías le suelta el brazo. Inmediatamente ella da unos pasos atrás. Le mira fijamente. Él se incorpora. ¿Qué hace? Parece que está sonriendo a la niña. Le alarga el brazo, le tiende la mano. La niña titubea, estira sus tirabuzones. Ahora se acerca y coge su mano. Los dos miran hacia adentro. Ahí estoy yo, no entiendo nada, me observan un momento y se dirigen a la puerta.

Desde la puerta de su casa Cristina llama a su padre. Cierra dando un fuerte golpe empujando con el talón y suelta la mochila en el suelo de la entradita. Le grita su nombre, viene eufórica o enfadada, violenta o feliz. En el salón, la tele está encendida. Venden la vida por la tele, hijita. La voz llega desde el sofá, la niña mira el respaldo y olfatea el aire. Se acerca. No compres tu vida en la tele, cariño. Su padre se extiende a lo largo del sofá de tres plazas. Sobre la mesita hay dos botellas de vino y un vaso. Las botellas están vacías. Si sale mala no te la van a descambiar, amor. Habla con los ojos cerrados. Despierta papá, abre los ojos, mira. El padre se remueve en el sofá, se recuesta un poco en el reposabrazos. Apenas consigue mantener los dos ojos abiertos a un mismo tiempo. ¿Qué es eso, princesa? Son para ti (nunca has visto sonreír así a Cristina). ¡Oh, mi niña, que buena pinta tienen! ¡Muchas gracias! Mastica una trufa y vomita.

Cuando Cristina sale de la pastelería, Justa se quita el delantal y tirándoselo a Matías a la cara, le grita que ante semejante gilipollas le dan ganas de vomitar. Matías no se inmuta. Después sale a la calle mirando el cielo y respirando profundamente.

El padre de Cristina se siente profundamente estúpido. Cristina está fregando el suelo y viéndole llorar suelta la fregona y le acaricia el pelo. No pienses que no me gustan las trufas, princesa.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

sonrio... es un relato muy especial

fernando muñoz dijo...

buen relato hermano-salud