martes, 21 de septiembre de 2010

Un ejemplar de "El extranjero"

Alberto Garrido

No sé cómo llegué allí. Casi un milagro. Salimos a flote. En 2 metros de eslora, 50 personas. Pagando billete de business. Aunque en otros puertos no creo que aceptaran vacas, gallinas y cerdos y una finca destartalada y yerma como formas de pago.
Todo lo que llevaba mi equipaje cogía en un bolsillo. Interno. Escondido. Cosido a propósito para el viaje.
Después de cuatro días de travesía desértica arribamos al puerto. Una lancha motora remendada y sin tripulación espera fondeando atada a un cabo. Grupitos salpicaban la arena. Se escuchaban gritos y sollozos retirados. Ocultábamos la emoción perdiendo los ojos en la calima intentando vislumbrar la fortuna. En realidad, las Islas Afortunadas. “¿Para quién, coño?”. El futuro capitán de la barca discutía con una vieja llorosa que traía un paquete en las manos. No nos permitían fardos. No os harán falta al otro lado, decían. Incluso nos molestarán si tuviésemos que correr delante de los guardias costeros. “Ligeros de equipaje”, como dijera Machado. Quería ir a la universidad. Estudiar letras. Desde mi leve analfabetismo había escrutado algunos libros de poesía sacados de la derruida biblioteca de la aldea, desnutrida apenas por los despojos de caridad del primer mundo que enviaba libros a modo de limosna. Así me aficioné. También la desidia, lo poco que hacer. El aburrimiento. Matar el hambre con ellas, leyendo. Engañarla girando la hoja y entrar en otra página. Otro mundo. Lo que siempre me proponía. Quería encontrar repuestas. Sólo choqué con cerradas preguntas con signos de doble interrogación. Un buen día descubrí tanteando y por simple casualidad un título, “El extranjero”. Del Premio Nóbel argelino-francés del 57 creo recordar Albert Camus. “No, no, que no. No se acepta sacar paquetes de aquí”. Aquel grito me punzó. “Fuera, fuera. Vamos, arriba”. El conductor de la barcucha dejó en paz a la vieja con su paquete en la mano. Los grupos se unieron en fila de a uno, cada uno en la mano la documentación necesaria, pagada a sangre. Me acerqué a la vieja. Era mi abuela. El miedo me hizo hacerme el despistado y no querer reconocerla. “Abuela, deme eso y no se entristezca”. No supe que decirle más. Escondí el hatillo pequeño sujetándolo con el cinturón bajo mi amplia camiseta prestada. Terminé la fila. Era el último. “Juntaros. Vamos, vamos. Allez; allez. Come on!. Come on!”. El capitán era políglota, el hijodeputa. Temía por si me quedaba sin sitio. La zodiac zozobraba. Las prisas hacían aguas. El pasaje se impacientaba. Algo me rozó el pie y un escalofrío me dejo fuera de la lancha con un grito. “¡Ah; ahhhaaa!” grité. Era el agua del mar. Estaba más fría que la del pantanoso lago donde chapoteaba de niño. Un brazo me agarró, tiró y subió al barco completo. El último. Siempre el último.
La travesía fue rápida. Todo lo que permitió la embarcación. Llevaba medio cuerpo fuera, colgando por la borda. Iba lívido. El mar me pareció una bestia que echaba espumarajos, que no se dejaba cabalgar, daba con su lomo en la frágil lona de la lancha y eran coces de soberbia y de reto, baches de mula con exceso de carga encima. Me agarraba a las mangas de mis compañeros de migración, igual de asustados que yo. Frenamos en seco con el ancla del motor. Olía a quemado, a hoguera aldeana. Nos miramos todos. Todos miramos al capitán. Él nos observó con asco y maldijo en su lengua. A la deriva. Con una lengua intraducible.
Arrancó de golpe. El vaivén cesó. La lancha se embaló hacia un risco punzante que sobresalía. La costa se adivinó bajo la calima. Un topetazo nos desembarcó desordenadamente. Algunos caímos al agua. El impacto frío me despabiló de súbito. Tierra. Tierra con agua. “Afortunado. Vivo. A salvo”, pensé mientras tosía sal.
“Allez!. Allez!. Out. Out. Fuera, joder. Coño. Run. Run. Come on!. Come on!”. El capitán era políglota además de un hijodeputa que lanzaba por la borda a los negros más paralizados.
Corrí como nunca. Nunca había corrido así. El calor sofocante de mi aldea no lo permitía nunca. Me animaron las sirenas de la guardia costera aullando como perros locos. Chapoteaba como de crío, pero mucho más rápido. Salí desperdigado. No seguí a nadie. El caso es que no veía. A nadie ni a nada.
Un bulto rocoso y con matorrales me escondió silencioso. “Alto. Quieto ahí. Paraos”... “PUM”. Gritos y alaridos. Un arma se disparó. “¿A dónde?. ¿Hacia quién?”. Yo sólo adivinaba mi casa oculta por el polvo suspendido...
El silencio se hizo brisa. Acurrucado noté en mi estomago un pinzamiento. Saqué el pequeño hatillo envuelto con papel. Mojado éste dejó al descubierto un ejemplar sufrido de “El extranjero”. Me acordé de mi madre. De la madre de mi madre. El miedo empezó a hablar entre mis dientes. “¡Mama!. ¡Mama!. Ahhh...!”. “Ya se irán. Yo no me muevo de aquí”. Respondió a los pensamientos el silencio. El miedo lo reafirmó todo.
“¡Quieto ahí, no se mueva!. Levante las manos. Las manos en alto”. Entendí el idioma universal de una pistola apuntándome y alcé las manos, los brazos, el cuerpo, la voz. “No. No, please. Si vous- plaiz. No. No, no, por favor...!”. “El extranjero” en mis manos. No lo solté.
Pensé vagamente que, mientras me conducían con guantes de látex blanco hacia una carpa blanca con una cruz roja, me esperaría la repatriación, la vergüenza, la vuelta a la aldea. Allí, como en el extranjero de Camus, tendría yo que esperar mi condena, resignado, la muerte tantas veces anunciada, crónica, como “Crónica de una muerte anunciada” de Márquez. Otro ejemplar deshilachado que leo bajo un árbol ya de regreso a la aldea. “Adiós. No era tu reino el mío, porque yo no conozco patria. Quise vivir entre los tuyos; pero los tuyos me ignoraban”. Escribí éstos versos en una cuartilla raída. Sentado en la aldea veía pasar la muerte, la resignación; la ignorancia marcada en las costillas. La crónica de una muerte anunciada: a “el extranjero” condenado. Esperando.

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