martes, 14 de septiembre de 2010

El enemigo

Judas Murillo
Abrió los ojos en la penumbra de la habitación. Eran las 5:13, llevaba varias noches despertándose a la misma hora, ya no podía soportarlo más. Iba a ser otro día complicado, uno de esos, en los que parece casi imposible resistir hasta la tarde sin mandarlo todo a la mierda. Quedaba bastante más de una hora para que el reloj sonase, con ese ruido metálico que marcaría el final del descanso. Cuando su mujer y su hija despertarían.
Permanecer allí tumbado era absurdo, una pérdida de tiempo. El enemigo había aprovechado la oscuridad para reorganizarse, para ganarle terreno, había tomado el control y amenazaba con destruir la fortaleza. Antes la consideraba inexpugnable, pero sabía que ahora presentaba fisuras. Demostrando que la seguridad en la que creía vivir era falsa y extremadamente débil. Podía oír cómo se resquebrajaba la estructura sobre la que descansaba toda su vida. Estaban en peligro.
En su cabeza, a punto de estallar, la voz del adversario repetía una y otra vez su monótono y persistente mensaje. La losa que le oprimía el pecho pesaba cada vez más, le costaba respirar y reprimir el llanto. ¡Qué listo era el enemigo! Si lograba hacer que llorase, no solo vencería esta batalla, también ganaba la guerra. Su mujer despertaría alarmada por los gemidos, y él, indefenso, y sin fuerzas, sería dominado por su contrario y obligado a hacer lo que no deseaba. Los cimientos se derrumbarían, y con ellos, todo por lo que había trabajado y luchado estos años. Todo reducido a escombros.
Por eso, lo principal era salir de allí cuanto antes. Los destellos verdes de la luz del despertador le permitían apreciar las facciones de su mujer, la suavidad de su cuello perdiéndose bajo la sábana, durmiendo tranquila a su lado, ajena a todo. Distinguía con claridad los objetos de la habitación, la lámpara, que no debía encender, la puerta cerrada y su ropa sobre la silla. Se levantó, sigiloso, agarró su traje y salió de la habitación. Ya en el baño, desnudo, sentado sobre la taza, y tapándose la boca con las manos, se echó a llorar.
Su táctica iba a ser simple, la única que conocía. Dejar que el tiempo pasara, aguantar, lo mejor que pudiese el ataque del ejército rival. Saldría de la casa, y se iría a trabajar antes de que se despertaran. Cuanto menos contacto tuvieran más fácil sería superar la jornada sin causar daños irreparables. Siempre era más fácil dominar al enemigo fuera de allí, lejos de víctimas inocentes.
Se vistió y fue a la cocina a escribir una nota, que explicara su ausencia, su espantada. Al pasar frente a la habitación de su hija se detuvo, acercó la mano hasta el pomo. El ruido de su corazón latiendo descontrolado desgarraba el silencio de la noche. Las lágrimas volvieron de nuevo a sus ojos. Bajó la cabeza, apartó la mano y se marchó.
En el trabajo, continuaba sintiendo como la maquinaria de guerra enemiga se preparaba para la maniobra final. Aunque allí el rumor perdía fuerza, incluso, de vez en cuando, llegaba a desaparecer. Pero el tiempo iba pasando y no conseguía que el adversario replegara sus tropas. A medida que se acercaba la hora de volver a casa, se le iba formando un nudo en el estómago, la espalda le molestaba cada vez más. Un dolor que empezaba en los riñones y continuaba por la columna, se extendía por los hombros y subía hasta el cuello. Uniéndose con el dolor de cabeza. Se sentía febril, los ojos húmedos le escocían, y se le empañaba la visión. Supo, sin encontrar la forma de evitarlo, que la batalla final se libraría en casa, donde los daños eran siempre mayores.
Metió la llave en la cerradura y vio que estaba echada. Buena señal, no había nadie dentro, tenía la última oportunidad de vencer sin causar víctimas. Se cambió de ropa y entró en la cocina. Ahí se sentía a salvo. Era otra forma de apaciguar a las hordas que le amenazaban. Entre sartenes, cucharas de palo y fogones.
Colocó la tabla de cortar sobre la encimera, y sacó el cuchillo grande. Primero la cebolla, había que cortarla muy fina, como les gusta a ellas. Además así podría llorar y moquear a gusto, sin disimular. Después un poco de pimiento, primero el rojo, que se vaya haciendo a fuego lento con la cebolla, luego el verde. Iba sintiendo cómo el peligro se desvanecía.
Ilusiones. Era la calma antes del ataque definitivo. Se oyó el ruido de un portazo. Después la voz de su mujer y de su hija en la entrada. Un escalofrío recorrió su espalda, sus tripas se quejaron y a su cabeza volvió el monótono y repetitivo mensaje.
La puerta de la cocina se abrió y él miró, en ese instante el filo del cuchillo desgarró la piel y la atravesó la carne. El grito de su mujer y el llanto de su hija se mezclaron en su cabeza con la voz, ya más débil del enemigo, que perdía fuerzas diluyéndose con la sangre. Él no decía nada, no podía moverse.
Su mujer le cogió del brazo. Le puso el dedo cortado bajo el chorro de agua, que teñida de rojo se perdía por el desagüe, y con ella las tropas contrarias se retiraban. Vencidas.
Él tenía lo que deseaba. Su seguridad, su estabilidad, por frágil y malherida que estuviera, era mejor que la quimera que anhelaba el enemigo.
Había ganado una dura batalla, como siempre con algunos daños. La sangre no llegará al río, no esta vez. Había mantenido a salvo lo que importaba. Pero… ¿Cuánto tiempo podría soportarlo?

1 comentario:

CRONICO dijo...

Un enemigo de lo más peligroso. Placer crónico por tu relato, Judas.

A propósito de este texto, y de la onda del blog, me apetece citar lo siguiente de Ken Wilber, que leí en la revista Clarín:

"Con cierta frecuencia se dice que, en los mundos moderno y posmoderno, las fuerzas de la oscuridad se ciernen sobre nosotros, pero yo creo que eso no es cierto y que tanto lo oscuro como lo profundo encierran verdades curativas. Las fuerzas que amenazan la Verdad, la Bondad y la Belleza no son, en mi opinión, las de la oscuridad, sino las de la superficialidad."