miércoles, 24 de marzo de 2010

Gang-Band

Alberto Garrido
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4:53 a.m.

Llegue a aquel lugar oscuro no sé cómo. Empujado por una inercia que me venía de detrás. Pero, fue en mitad de una enorme borrachera de noche. Recuerdo entre flashes de luces estridentes las manos que me arrastraban manoseándome y las sombras desdibujadas que me circundaban en un baile de otro mundo. Lo que no olvidaré nunca fue el juego de estrellas que formó una perlada cortina de tiras en la entrada a una habitación sin fondo ni horizonte cercano ni conocido. Y la estúpida sonrisa que llevaba puesta, ahogada por un llanto interior no visto ni hecho agua. Era todo sólo una comedia, trágica para mí. Divertida para mi extraño público.
Enseguida unas sogas de dedos me ataron las muñecas como unos grilletes pesados que me conducían a la tortura de millones de agujas punzantes. Yo caí de rodillas tal que un penitente en procesión. Pero esto únicamente aumento la algarabía y la devoción de las risas. Inevitablemente me arrastraron por el suelo. Aquel no era el sitio para quedarme. De repente perdí el norte. Todo se me hizo niebla. La monstruosa visión cesó. Caí inconsciente; envuelto en un sueño del que me despertaron consecutivas bofetadas que decían mi nombre; “¡Enrique!. ¡Enrique!. Vamos, joder, que no es nada”. Un hombre enmascarado de negro me dio la primera muestra de afecto. Una caricia circular, helada, con olor a alcohol. Flotaba encima de una camilla de dentista. Me sentía un tronco. Sin la copa y sin sus ramas ni raíces. Talado. Inerte. Sé que la sonrisa de bufo no desaparecía. Pero yo seguía llorando por dentro. Continuaba la crecida del río subterráneo. Sentí también un tacto de látex. Insípido. Ahora los grilletes se habían multiplicado incomprensiblemente en el silencio. Me sujetaban a la realidad por los hombros, antebrazos, rodillas y tobillos. Unas torres negras con atalayas de ventanas abiertas en formas de arcos ojivales me pertrechaban impidiéndome la huída de la cárcel de cuero y olores acrílicos que ocupaba. La misma máscara negra se me presentó con una boca blanca y cuadrada igual que sus manos, que señalaban distintas partes de mi cuerpo mientras buscaba su guía en los cuatro puntos cardinales que orientaban las cuatro torres alzadas. Volví a ausentarme unos instantes. Lo perdí todo de golpe. Cuando regrese el escenario no había sido cambiado en nada. Bueno, algo sí. Mis pensamientos se hilaban igual de mal que las líneas que ahora describo. Alguien desde algún sitio lejano y oculto intentaba saber de mí; quién era, qué hacía allí y si me encontraba bien. El caso es que no me encontraba por ningún lado. Aquel no podía ser yo. Era otro al que yo veía. Un ser perdido, apresado, abrumado, encadenado. Me reconocí más tarde en el primer punzante dolor que atravesó mi brazo izquierdo. Entonces sí la sonrisa tonta desapareció de golpe cayéndose con el mismo peso de una piedra que desborda definitivamente un vaso. Se giró mi cabeza resortada para volver a ver a esa desconocida silueta negra de boca blanca y cuadrada que me preguntaba por el dolor. Obtuvo una callada por respuesta. Siempre había sido así. Sin embargo, ese no era yo; pero estaba dentro de mí. Ahora el personaje poseía dedos de hierro. Me acariciaban metálicos con bufido y resoplo de máquina. “¡Ves Enrique!. ¡Si no es nada, coño!”. Se acalló el cinturón de cadenas y carcajadas. Quede suelto aunque sujeto por imperceptibles lazos. Cesó a la par la música de púas en mis oídos. Comencé a escuchar sólo un redoblar de pulso sanguíneo y un aire comprimido escapando en la oscuridad. Sí noté un hiriente pinchazo de aguja dibujando notas y trazos en mi piel y mis poros colmándose de una rabiosa e hirviente tinta rebosante de matices. Se desbordaba el caudal pero era inmediatamente arrastrada, traída y llevada, por una marea algodonosa y blanca. A pesar de tener los ojos cerrados podía ver todo esto. Era un silencioso espectáculo sinestésico. Una parte de mi geografía recogía la inundación de un calor abrasivo, devastador. Las torres se convirtieron en suaves tapias inclinadas empeñadas en vigilarme. Yo cada vez era más consciente de las caricias de un hombre cada vez más claro, cada vez más translúcido. La mueca se había congelado, dejando paso a una más fría todavía soledad. La luz se fue imponiendo. Poco a poco. Todo fue terminando. Finalmente concluyo.
Así que abandoné la tienda, sobrio, sereno, tranquilo; comprendiendo todo un poco mejor. Y al salir a la calle, cuando recibí la primera brisa refrescante de la mañana sobre mi piel tapada, supe que estaba marcado para siempre y que también portaba innumerables e invisibles tatuajes dibujados a fuego por la puta vida.

6:25 a.m.


fin de “El Tatuaje”.

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