viernes, 16 de octubre de 2009

La cata

Sergio Álvarez Guillén

Daniela se apostó tras el montón de cajas vacías en el lateral del puestecillo de frutas. Su hermano José, disimulado entre el gentío del mercado, observaba el quiosco, la caja de tomates y a su hermana, quizá demasiado cerca de ella. Examinaba a los tenderos y calculaba el tiempo que tendrían para cargar los tomates y darse a la fuga. El plan no podía fallar. Pero era indispensable esperar el momento adecuado, elegir el momento de mayor ajetreo de los vendedores.


Sumida en la contemplación de los tomates, percibía vivamente Daniela, a partir de los colores, imágenes cotidianas de su casa; no podía contener los nervios mientras recordaba los colorados mofletes de la abuela y, se sonreía al imaginar la boca abierta de escasos dientes gastados ante la sorpresa de los tomates. A veces, el pequeño primo Arón, amarrado en el descolgado pecho de la anciana, intentaba, más que besarle la cara, morderle las mejillas siempre encarnadas. No es que creas que son tomates, solía decir la abuela, es que tienes hambre. El chiquitín, una vez en el suelo, distraía el hambre garabateando en el suelo periódicos atrasados con un lápiz color verde.


Pensando en esto Daniela avanzó inconscientemente hacia la caja hasta que, ya casi visible a los tenderos, se detuvo sobresaltada al escuchar el fuerte silbido de José que la miraba desde lejos con gesto de incomprensión. ¿Qué cojones está haciendo esta chica?, se preguntó. Seguro que su agujero en el estómago es tan grande como el mío, pero tenemos un plan y hay que controlarse.


El plan lo habían ideado después de pasar por el puesto de los fruteros y ver tan retirada la caja de tomates. Estaban allí, amontonados, casi al alcance de la mano, rojos como las amapolas que crecían detrás de su casucha a las afueras del pueblo. Incluso parecía que tenían puntitos negros como los estambres de las amapolas. Estaban allí, hermosos y olvidados, tal como ellos mismos lo estaban en aquellas huertas de tierra estéril; en una desvencijada caja como la propia chavola en que ellos vivían. Al pasar junto a ella les había parecido que la piel de los tomates brillaba como brillaban los ojos de Lucas, el perrillo que habían encontrado perdido entre los castaños cerca del cobertizo, donde su tío amontonaba la chatarra y muchos trastos viejos sin aparente provecho.


Pasaron de largo y al llegar al puesto de los encurtidos, aspirando fuertemente el olor a vinagre, idearon el plan.


Daniela guardaba en el bolsillo de la vieja falda su bolsa de plástico. José apresaba la suya en el pequeño puño que ya podía apretar con relativa fuerza, se había mejorado del accidente en la fábrica de chapas al intentar entrar por la ventana. Habían decido trasladar los tomates a las bolsas, dividiendo así el peso y evitando que se cayeran de la destartalada caja, dada una posible situación de fuga.


José, sin quitar ojo a su hermana y al objetivo de su plan, hacía como que se interesaba por las mercancías de los puestos cercanos. Mientras, Daniela se esforzaba en concentrarse en el olor de los tomates; no conseguía distinguir el olor dulzón y fresco que debía desprenderse de la caja. Se perdía en los diversos olores del resto de mercancía.


El hambre la punzó el estómago. ¿Podría contenerse? El botín estaba demasiado cerca. Buscó a José y le encontró avanzando resuelto hacia la caja, y en su sonrisa confiada advirtió que era el momento.


Daniela sacó la bolsa de su falda. En un momento, los hermanos estaban sobre la caja, arramplando con los tomates. En menos de tres segundos habían llenado las bolsas y se alejaban escabulléndose entre el hormiguero del mercado.


¡Oiga! ¡Les roban!, gritó una señora. El tendero la miró hosco, con extrañeza y no se inmutó.


Daniela y José corrían con el botín colgando de sus delgados brazos, golpeándoles las rodillas. Cuando se hubieron alejado suficientemente, en un callejón que bajaba al descampado cercano a su casa, se sintieron a salvo y se sentaron en un bordillo.


Sacaron de las bolsas algunos tomates. Una leve náusea les agarró el estómago. El tomate en sus manos había dejado hundir los dedos en su carne. Los puntos negros, como estambres en las amapolas, eran mucho más numerosos y grandes de lo que le había parecido a Daniela. Este está pasado, musitó José mientras rebuscaba algo mejor en el interior de la bolsa. Olía al cuartito de su abuela, agrio, a rata muerta. Extrajo otro que palpó más entero y le hincó el diente. Sabía a los pasados días en que su padre aún vivía, a leche cortada, a galletas rancias, a patatas de tierra. No todos están malos, dijo a su hermana sin mirarla. Pero Daniela, enfrascada en el rodar de sus tomates calle abajo, tampoco escuchaba a Lucas que ladraba desde lejos, seguramente de alegría.



2 comentarios:

LuNo dijo...

Se suele decir que cuando hay problemas o manzanas podridas hay que quitarlas o como sucede aqui tirarlas...
Buena descripción, uno se imagina por secuencias(fotos) los hechos, buena historia, pero sobretodo buen final.
Muchacho, un beso de tu hermana.

susana dijo...

muy bueno, muy triste... me he comido el último tomate, medio pocho, que había en mi nevera... el final da dolor (no sólo de estómago)...