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Andar sobre una viga de hierro no requiere de ninguna destreza circense. Sólo un poco de equilibrio. El peligro procede de una cintura que se contonea juguetona delante de dos cuerpos. No la ves pero escuchas su risilla ahogada. Está sujeta a unas botas dos números más grandes y a unas medias de agujeros de ganchillo.
Las vías muertas corrían paralelas por sobre los guijarros. Conducían al mismo descampado de siempre. Su único escondrijo era estar lejos del extrarradio. Pero nosotros habíamos construido allí una caseta sin techo con tablas y uralitas desperdigadas.
Allí pasamos las tardes de domingo. Bien vestidos como el día imponía. A la salida de misa comprábamos chucherías y las sobabamos todas. Una única chica para todos. Y ya estaba comprometida. Lo único que podíamos hacer era contemplarla a través del cristal del deseo, como las golosinas caras de las tiendas caras.
Cuando entrábamos en la cabaña y nos sentábamos en torno a una piedra todas nuestras rodillas se rozaban. En ese momento mis ojos se ocupaban en rellenar algunos de los agujeros más oscuros de los leotardos de Inés. Juan, su novio, siempre traía consigo alguna revista o periódico viejo robado a su padre con el que jugar. Construir barcos, aviones, sombreros de coronel napoleónico o algún cachivache papirofléxico era cuestión del aburrimiento que nos causaban las noticias del Régimen.
Recuerdo circularmente esos días. La rutina, los agujeros de las medias de Inés, el querer quedarme siempre a su lado como el que no quiere la cosa. Su novio fullero y bravucón. Los guijarros y piedras que nos tiramos en las batallas por las vías muertas.
Añoro la rabia que sentía al no ser valiente y confesarle a Inés que me gustaba, que yo la cuidaría mejor que ese Don Juan barriobajero, que sería el último en hacerle daño. Todavía siento el corazón revuelto al descubrir de entre el olvido del cajón esta fotografía que un día nos hizo el hermano mayor de Antonio con su cámara nueva del falso progreso de los sesenta.
Yo, que siempre te seguí a distancia, de lejos, el último de los hombres que te hubiera humillado como otros lo han hecho, el último en este instante robado al tiempo a través de la luz, yo, hoy te recuerdo, y mantengo el equilibrio por encima del pasado, soltero hoy, mañana muerto, condenado a muerte por haber asesinado a sangre fría a tu Don Juan, después que te violara en aquel desangelado descampado, escribo ésta carta con mis últimas voluntades desde la cárcel; que me incineren con esta foto entre las manos; que tengas la paciencia de esperarme allí dónde estés; y que suelten mis cenizas en mitad de esas vías muertas que dirigían al descampado.
No sé si todo será posible. Besos.
P.D; “La Venganza es una tenia irreversible”.
Las vías muertas corrían paralelas por sobre los guijarros. Conducían al mismo descampado de siempre. Su único escondrijo era estar lejos del extrarradio. Pero nosotros habíamos construido allí una caseta sin techo con tablas y uralitas desperdigadas.
Allí pasamos las tardes de domingo. Bien vestidos como el día imponía. A la salida de misa comprábamos chucherías y las sobabamos todas. Una única chica para todos. Y ya estaba comprometida. Lo único que podíamos hacer era contemplarla a través del cristal del deseo, como las golosinas caras de las tiendas caras.
Cuando entrábamos en la cabaña y nos sentábamos en torno a una piedra todas nuestras rodillas se rozaban. En ese momento mis ojos se ocupaban en rellenar algunos de los agujeros más oscuros de los leotardos de Inés. Juan, su novio, siempre traía consigo alguna revista o periódico viejo robado a su padre con el que jugar. Construir barcos, aviones, sombreros de coronel napoleónico o algún cachivache papirofléxico era cuestión del aburrimiento que nos causaban las noticias del Régimen.
Recuerdo circularmente esos días. La rutina, los agujeros de las medias de Inés, el querer quedarme siempre a su lado como el que no quiere la cosa. Su novio fullero y bravucón. Los guijarros y piedras que nos tiramos en las batallas por las vías muertas.
Añoro la rabia que sentía al no ser valiente y confesarle a Inés que me gustaba, que yo la cuidaría mejor que ese Don Juan barriobajero, que sería el último en hacerle daño. Todavía siento el corazón revuelto al descubrir de entre el olvido del cajón esta fotografía que un día nos hizo el hermano mayor de Antonio con su cámara nueva del falso progreso de los sesenta.
Yo, que siempre te seguí a distancia, de lejos, el último de los hombres que te hubiera humillado como otros lo han hecho, el último en este instante robado al tiempo a través de la luz, yo, hoy te recuerdo, y mantengo el equilibrio por encima del pasado, soltero hoy, mañana muerto, condenado a muerte por haber asesinado a sangre fría a tu Don Juan, después que te violara en aquel desangelado descampado, escribo ésta carta con mis últimas voluntades desde la cárcel; que me incineren con esta foto entre las manos; que tengas la paciencia de esperarme allí dónde estés; y que suelten mis cenizas en mitad de esas vías muertas que dirigían al descampado.
No sé si todo será posible. Besos.
P.D; “La Venganza es una tenia irreversible”.
3 comentarios:
Gracias Alberto. Desandar vías muertas tambien es imposible. Colgaré más material tuyo del que has enviado. Bienvenido.
bienvenido Alberto ya formas parte del fango,un saludo nos vemos en teatro.
me han entrado ganas de volver al campamento improvisado de ramas de castaño y bellotero... pero es imposible volver, no?
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