Sergio
Leería el libro mucho tiempo después de haberlo robado en la biblioteca de la Universidad. Aquel día en que lo sustraje lo regalé a Susana. Ella me había hablado de aquel escritor y de las ganas que tenía de leer ese título. Yo quería ligar con ella y el regalo fue parte del galanteo. Haciendo peyas, resguardados de la lluvia otoñal en el porche del patio, imaginad su sorpresa al entregárselo; cómo creció esa alegría al encontrar entre sus hojas una marca allí donde supuestamente yo había interrumpido mi lectura, para prestárselo a ella. El marcapáginas era una hoja de libreta en la que dejé escrita una nota.
Ese curso lo pasamos en grande. Creamos nuestra pequeña biblioteca paralela intercalando libros en los estantes de literatura de la pequeña y abandonada biblioteca del instituto, donde muy pocas personas husmeaban. A veces, entreteniéndonos en construir argumentos combinando varios títulos, el descubrimiento de una ausencia en nuestros volúmenes nos divertía sobremanera. Imaginábamos al eventual ladrón a punto de introducir el libro en su mochila, nervioso mirando a los lados, y con la seguridad de llevarse un libro que ya está robado.
Estas ausencias nos convertían en motivados detectives, concentrados pronto en el juego de las averiguaciones, ¿quién podría ser el furtivo lector? Tras suspicaces procesos de investigación, que nos llevaban al espionaje y acecho de presuntos ladrones, llegamos a conocer, de diversos personajes del instituto, sus lugares preferidos para una lectura tranquila y meditada.
A pesar de toda la dedicación fallamos normalmente las disparatadas hipótesis, descubríamos que habíamos partido siempre de suposiciones erróneas y, finalmente, entre risas, nos reconocíamos pésimos detectives.
De tres desapariciones en ese año, sólo llegamos a descubrir el paradero de un libro, muy especial para nosotros, y a su exquisito y furtivo lector. Además, nuestra peculiar sociedad ganó un nuevo miembro. Se trataba del Joaqui, que iba a la clase de al lado. Nuestra biblioteca paralela experimentó un gran crecimiento gracias a las aportaciones del Joaqui: Chéjov, Calvino, Carver, Bukowski por ejemplo (cuando nosotros andábamos con Poe, Maupasant, Cortázar y Hesse, entre otros).
Después del verano, de vuelta en septiembre, Susana me dijo que ya no estaba enamorada de mí. Desde hace algún tiempo, agregó. Agradecí su sinceridad pero fue una gran putada. De golpe entendí por qué desde el principio ella tuvo tan claro quién podría haber robado el libro fundador, aquel que robé para ella: El juego de los abalorios.
Ese curso escolar apenas nos tratamos. El día de las notas de verano se acercó en el porche del patio. Me dijo que haría tercero en otro insti. Llevaba en la mano la nota que marcaba la página en la que yo había detenido mi lectura (en ese momento dudé seriamente que alguna vez hubiese creído semejante patraña), aquella que me sirvió para acercarme a ella. La colocó entre mis dedos. Leí aquellas palabras con ansiedad. Extrañé mi propia letra, después de dos años. Había añadido el número de la página. Me entregó también el libro. Puse la nota de modo automático entre sus hojas y así el volumen fuertemente con las dos manos. Observé el sello de la biblioteca de la Universidad en el grueso del canto de sus hojas mientras escuchaba su voz.
- Ahora podrás terminarlo. El resto los donamos, ¿no?
Me sentía fatal. No podía mirarla.
- Claro. Ahí quedarán –alcancé a murmurar sin quitar la vista del sello.
Luego nos abrazamos. Después se fue.
En una zona poco concurrida del parque contiguo al instituto me senté en un banco y comencé a leer. Pero no conseguía concentrarme ni en una sola letra. Un sentimiento desconocido crecía en mi interior, se hacía fuerte y me dejaba sin vista, sin tacto, sin respiración. Escudriñé el libro más allá de la portada. Lo dejé caer al suelo de arena. Lo pisoteé furioso, con mucha rabia. Pero en seguida lo recogí y tras observar que no lo había jodido del todo lo guardé cuidadosamente en la mochila. El marcapáginas quedó como un bicho bola entre los granos de arena.
Leería el libro mucho tiempo después de haberlo robado en la biblioteca de la Universidad. Aquel día en que lo sustraje lo regalé a Susana. Ella me había hablado de aquel escritor y de las ganas que tenía de leer ese título. Yo quería ligar con ella y el regalo fue parte del galanteo. Haciendo peyas, resguardados de la lluvia otoñal en el porche del patio, imaginad su sorpresa al entregárselo; cómo creció esa alegría al encontrar entre sus hojas una marca allí donde supuestamente yo había interrumpido mi lectura, para prestárselo a ella. El marcapáginas era una hoja de libreta en la que dejé escrita una nota.
Ese curso lo pasamos en grande. Creamos nuestra pequeña biblioteca paralela intercalando libros en los estantes de literatura de la pequeña y abandonada biblioteca del instituto, donde muy pocas personas husmeaban. A veces, entreteniéndonos en construir argumentos combinando varios títulos, el descubrimiento de una ausencia en nuestros volúmenes nos divertía sobremanera. Imaginábamos al eventual ladrón a punto de introducir el libro en su mochila, nervioso mirando a los lados, y con la seguridad de llevarse un libro que ya está robado.
Estas ausencias nos convertían en motivados detectives, concentrados pronto en el juego de las averiguaciones, ¿quién podría ser el furtivo lector? Tras suspicaces procesos de investigación, que nos llevaban al espionaje y acecho de presuntos ladrones, llegamos a conocer, de diversos personajes del instituto, sus lugares preferidos para una lectura tranquila y meditada.
A pesar de toda la dedicación fallamos normalmente las disparatadas hipótesis, descubríamos que habíamos partido siempre de suposiciones erróneas y, finalmente, entre risas, nos reconocíamos pésimos detectives.
De tres desapariciones en ese año, sólo llegamos a descubrir el paradero de un libro, muy especial para nosotros, y a su exquisito y furtivo lector. Además, nuestra peculiar sociedad ganó un nuevo miembro. Se trataba del Joaqui, que iba a la clase de al lado. Nuestra biblioteca paralela experimentó un gran crecimiento gracias a las aportaciones del Joaqui: Chéjov, Calvino, Carver, Bukowski por ejemplo (cuando nosotros andábamos con Poe, Maupasant, Cortázar y Hesse, entre otros).
Después del verano, de vuelta en septiembre, Susana me dijo que ya no estaba enamorada de mí. Desde hace algún tiempo, agregó. Agradecí su sinceridad pero fue una gran putada. De golpe entendí por qué desde el principio ella tuvo tan claro quién podría haber robado el libro fundador, aquel que robé para ella: El juego de los abalorios.
Ese curso escolar apenas nos tratamos. El día de las notas de verano se acercó en el porche del patio. Me dijo que haría tercero en otro insti. Llevaba en la mano la nota que marcaba la página en la que yo había detenido mi lectura (en ese momento dudé seriamente que alguna vez hubiese creído semejante patraña), aquella que me sirvió para acercarme a ella. La colocó entre mis dedos. Leí aquellas palabras con ansiedad. Extrañé mi propia letra, después de dos años. Había añadido el número de la página. Me entregó también el libro. Puse la nota de modo automático entre sus hojas y así el volumen fuertemente con las dos manos. Observé el sello de la biblioteca de la Universidad en el grueso del canto de sus hojas mientras escuchaba su voz.
- Ahora podrás terminarlo. El resto los donamos, ¿no?
Me sentía fatal. No podía mirarla.
- Claro. Ahí quedarán –alcancé a murmurar sin quitar la vista del sello.
Luego nos abrazamos. Después se fue.
En una zona poco concurrida del parque contiguo al instituto me senté en un banco y comencé a leer. Pero no conseguía concentrarme ni en una sola letra. Un sentimiento desconocido crecía en mi interior, se hacía fuerte y me dejaba sin vista, sin tacto, sin respiración. Escudriñé el libro más allá de la portada. Lo dejé caer al suelo de arena. Lo pisoteé furioso, con mucha rabia. Pero en seguida lo recogí y tras observar que no lo había jodido del todo lo guardé cuidadosamente en la mochila. El marcapáginas quedó como un bicho bola entre los granos de arena.